La izquierda venezolana y lo nacional-popular

Foto: Sandra Iturriza

El clima político y cultural de la Venezuela actual guarda cierta similitud con el de hace treinta años, cuando el eje izquierda-derecha parecía haber perdido sentido alguno para las mayorías populares.

En efecto, promediando la década de 1990, los partidos políticos autodenominados de izquierda tendían más bien a ubicarse hacia el centro del tablero político, además sin ninguna perspectiva real de conquista del poder político. Eran tiempos en que, aunque marcando distancia de la manida tesis del “fin de las ideologías”, y pasando revista de la situación de la izquierda global y nacional, Hugo Chávez se inclinaba por afirmar: “yo creo que se acabó el tablero”.i

No se trataba entonces de que el referido eje izquierda-derecha nos resultara inútil para comprender las complejidades del mundo contemporáneo, como vuelve a repetirse hoy hasta el cansancio. En realidad, la crítica iba dirigida certeramente a la izquierda realmente existente, a su incapacidad para hacer balance de su trajinar histórico, a la dificultad para reconocer sus errores y asimilar sus derrotas, a la pérdida de su vocación transformadora, a su desvinculación con las clases populares, a las limitaciones de sus marcos interpretativos.

En consecuencia, la izquierda venezolana en particular, no obstante su rica tradición de luchas y el extraordinario aporte de sus mejores cuadros intelectuales para la comprensión de las singularidades de nuestra sociedad, había terminado convirtiéndose en una fuerza menguada, más proclive al ensimismamiento identitario y a lo testimonial, con unos líderes “todos pendientes de las campañas para la alcaldía o para tal puesto”,ii fustigaba Chávez, lo que, oportuno es reconocer, no desdice de la existencia de valiosos contingentes de militantes que nunca abandonaron las tareas de organización popular en diversos frentes.

El grueso de esta militancia, y no pocos de aquellos líderes, eventualmente pasarían a engrosar las filas del vasto movimiento nacional y popular que comenzaría a fraguarse en dicha coyuntura histórica, y que liderizara Hugo Chávez. Y aquí corresponde hacer una precisión conceptual clave para nuestro análisis: no basta con distinguir entre izquierda revolucionaria e izquierda reformista, por ejemplo, ni aporta mucho detenerse, al menos no en este momento, en las diferencias de criterios al interior de cada una de ellas. Lo que nos interesa ahora mismo es subrayar la distinción que necesariamente debe hacerse entre izquierda y movimiento nacional y popular.

No es el momento para detenernos a revisar experiencias históricas en las que una izquierda de orientación cipaya optó por darle la espalda a un vasto movimiento popular y nacional, por más útil que pueda resultar para ilustrar el punto -tal vez la Argentina del primer Perón sea el ejemplo paradigmático. Nos limitaremos a recordar que, en líneas generales, en la Venezuela de la década de 1990 ocurrió exactamente lo contrario: parte importante de la militancia de izquierda venezolana decidió incorporarse al movimiento bolivariano no simplemente porque considerara correcto acompañarlo, sino con el claro propósito de conducirlo.

Con todo y que, ciertamente, la izquierda terminaría desempeñando un papel crucial a lo interno del movimiento bolivariano, ocupando algunos de sus cuadros, de hecho, muy importantes puestos de dirección, limitarnos a dejar constancia de esa verdad histórica implicaría pasar por alto un aspecto crucial en el análisis: la profunda transformación de la cultura política que significó el chavismo.

Suele soslayarse que la existencia de un movimiento de carácter nacional y popular, liderizado principalmente, al menos en un primer momento, por los militares rebeldes de 1992, tanto como la gestación de la identidad política chavista en los años subsiguientes, así como la progresiva radicalización programática del movimiento, sobre todo a partir del parteaguas histórico que fue 2002, fueron circunstancias que no solo interpelaron fuertemente a la izquierda venezolana, sino que, al mismo tiempo, le brindaron una oportunidad única para reinventarse.

La situación nunca había sido tan favorable: un liderazgo sólido al frente de Miraflores y del mismo movimiento, unas clases populares politizadas y movilizadas, luego una ola de gobiernos progresistas en el continente, sumado al descrédito generalizado del neoliberalismo y, por si fuera poco, un relanzamiento del horizonte socialista. Si en cualquier análisis retrospectivo hecho desde la izquierda, la idea fuerza del socialismo del siglo XXI aparece como una consigna extemporánea, será precisamente porque todavía no se reconoce en su justa dimensión histórica la oportunidad política desperdiciada.

Hoy resulta no solo muy fácil, sino que es signo inequívoco de estos tiempos en los que abundan la pereza y la deshonestidad política e intelectual, cargar contra el planteo del socialismo del siglo XXI. Con todo y las limitaciones, los chantajes, las contradicciones y los sinsabores que puedan haber permeado la discusión pública sobre el asunto durante aquellos años, no deja de ser cierto que las mayorías populares se sentían dueñas de su destino y partícipes de un proceso de cambios que comenzaba a expresarse en hechos concretos.

Más allá de los innegables progresos en materia de derechos económicos, sociales y culturales, en el campo político, y más específicamente en el campo político revolucionario, el escenario estaba preñado de posibilidades: todo estaba en discusión. Sirvan las palabras de un querido amigo como antídoto contra la desmemoria: “Los grandes temas están sobre la mesa: poder popular, socialismo, las limitaciones del Estado burgués, autonomía, comunicación popular, liderazgo, lucha política, estrategia de poder, economía alternativa”.iii

La revolución bolivariana siempre aspiró a mucho más que a la simple redistribución de la renta petrolera. Reducirla a esto último, y mucho peor cuando se incurre en esto desde posiciones de izquierda, es desconocer la audacia, la potencialidad y la radicalidad política del pueblo venezolano, y más paradójico aún, el invaluable aporte de la militancia de izquierda revolucionaria en el proceso de cambios.

Tendríamos que agregar que la militancia de izquierda fue capaz de actuar como fuerza revolucionaria precisamente en la medida en que asimiló e hizo suyas varias de las claves de la cultura política chavista: la desconfianza raizal respecto de las formas tradicionales de intermediación política, la impugnación de la lógica de la representación, la opción por el autogobierno popular, el reconocimiento de la importancia del protagonismo de las mujeres de las clases populares, la interpelación popular como forma privilegiada de relacionamiento con las instituciones, la defensa del principio conforme al cual toda política debía anteponer los intereses de las clases populares y garantizar su participación protagónica, entre otras; todo lo cual apuntaba a una ruptura respecto de la cultura política predominante en el país durante la segunda mitad del siglo XX.

Hacer como si nada de esto ocurrió, pretender hacer tabula rasa histórica y proclamar que la reconstrucción de la izquierda revolucionaria debe comenzar desde cero y, más grave aún, denigrar del pueblo que apoya al actual gobierno, del que apoya circunstancialmente alguna otra opción política y, en general, del pueblo que se politizó en tiempos de Hugo Chávez, es no haber comprendido absolutamente nada. Guardando las debidas distancias, ¿alguien es capaz de imaginarse a Chávez denigrando del pueblo que votaba por AD o Copei? Si a lo anterior se le suman los estragos provocados por la propaganda oficial y su abuso del vocablo “socialismo” en estos tiempos de realismo capitalista, puede comprenderse perfectamente por qué el eje izquierda-derecha ha dejado de tener sentido para las mayorías.

En varias ocasiones nos hemos referido al viraje estratégico emprendido por la clase gobernante alrededor de 2016, que se tradujo, entre otras cosas, en la progresiva dilapidación de fuerza popular y en el abandono de una genuina política de masas, lo que por supuesto terminó expresándose en el continuo debilitamiento del movimiento nacional y popular. Pues bien, lo que corresponde, más que la reconstrucción de la izquierda, es el fortalecimiento del movimiento nacional y popular o, para decirlo de otra manera, lo primero tiene poco o ningún sentido si no se asume como un esfuerzo decididamente orientado a lo segundo, lo que implica necesariamente la existencia de una política de masas. Como apuntara Maneiro: “Es más allá de la izquierda donde está la solución…”.iv Caso contrario, la izquierda terminará reducida, al menos en el corto plazo, a una suerte de gueto político y cultural, sin mayor capacidad para decirle nada al pueblo venezolano.

Insistiremos en el punto: muchas de las claves las tenemos a la mano, a nuestra disposición inmediata. Es mucho lo que la izquierda venezolana puede seguir aprendiendo del pueblo chavista. Vale para la izquierda el mismo cuestionamiento que le hace, con justeza, a la clase gobernante: no es desaprendiendo aquellas claves de cultura política que saldremos de este laberinto. Más importante aún: tenemos que forjar nuevas claves, teóricas y prácticas, puesto que también es cierto que aquellas nos resultaron insuficientes. Hay que tener la entereza para reconocerlo. No se trata, en lo absoluto, de regodearse en la nostalgia. Tenemos por delante un arduo trabajo de invención política.

Mientras tanto, las fuerzas antinacionales y antipopulares ubicadas a la derecha del espectro político vienen por la revancha. Al respecto, es preciso asimilar que la revancha está asociada al ferviente deseo de que las clases populares olviden o renieguen de eso que las hizo fuertes y dignas. Hoy la revancha se disfraza de “rebelde” y está enfrascada en eso que llama “guerra cultural”, cuando fueron las clases populares las que supieron darle lecciones de rebeldía a las elites, así como imponerse en el terreno de la cultura política.

Si las fuerzas antinacionales y antipopulares pretenden venir a sembrar cenizas sobre cenizas, para tomar la expresión del maestro Augusto Mijares, a la izquierda le corresponde avivar el fuego de lo nacional y lo popular, para lo cual debe comenzar por reconocerse en sus llamas interiores, esas que le pueden proveer una nueva oportunidad de reinventarse. Puede que los “grandes temas” de hoy en día sean otros y no parezcan tan ambiciosos: independencia nacional, protagonismo popular, derechos e igualdad social, producción nacional. En todo caso, lo importante es no perder de vista los problemas fundamentales de la sociedad venezolana, que no resolverá la derecha venezolana, y saber forjar una fuerza con la capacidad para afrontarlos.

iHugo Chávez Frías, en: Reinaldo Iturriza López. Política de lo común. Acercándonos Ediciones. Buenos Aires, Argentina. 2022. Págs. 37-40.

iiIbídem.

iiiGuillermo Cieza, en: Reinaldo Iturriza López. El chavismo salvaje. Editorial Trinchera. Caracas, Venezuela. 2016. Págs. 411-413.

ivAlfredo Maneiro. Escritos de filosofía y política. Fondo Editorial ALEM. Los Teques, Venezuela. 1997. Pág. 306.

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