Doce años tenía la penúltima vez que vi a mi equipo coronarse como campeón de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional. Muchísimas veces, durante la plenitud de mi vida adulta, hice planes sobre lo que haría el día que repitiéramos la hazaña. Me imaginé cantando y bailando con la Samba y confraternizando con jugadores y fanáticos hasta el amanecer, en Caracas o en el lugar que dictara el destino.
Durante todos estos años no dejé de ir al estadio ninguna temporada, ni siquiera cuando el equipo era el vergonzoso remedo de los viejos buenos tiempos. Con mi viejo, incontables veces. En mis tiempos de estudiante universitario, iba solo o acompañado de amigos o de alguna novia caraquista o cardenalera. Muchas veces con Rommel, el segundo de mis hermanos, con quien viví momentos entrañables. En ocasiones incluso con Coro, mi hermana. Cuando tuvo edad suficiente, incorporamos a la partida al menor de mis hermanos, César Augusto, y recuerdo como si fuera ayer aquella noche en que lo bautizamos con cerveza, tras una victoria en el José Pérez Colmenares de Maracay.
Me casé en diciembre de 1998 y tuvimos a nuestra primera hija, Sandra Mikele, en noviembre de 2000. El mismo mes, pero de 2012, nació nuestra segunda hija, Ainhoa Michel. Desde muy pequeñas les transmitimos el amor y la pasión por el beisbol y por el equipo. Tenían muy pocos años cuando las llevamos al estadio por primera vez, y pronto se enamoraron perdidamente, cómo no hacerlo, de aquel ambiente. Meres, mi esposa, finalmente cedió y se hizo tiburonera, más por solidaridad que por otra cosa.
Cuántas veces grité hasta quedar afónico, cuántas veces celebré un lance, un batazo, una maravilla, una victoria. Cuantas veces sufrí por una derrota. Cuántas veces lloré una eliminación. Tantas veces que mi memoria no es capaz de albergar tantos momentos tan intensos. Cuántas veces creí que había llegado nuestra hora, y nuestra hora no llegaba.
A mis familiares y a mis amigos más cercanos les he contado que el secreto para no envanecerse en el poder, cuando a uno le toca asumir una gran responsabilidad, es saber hacer uso de esa suerte de suiche imaginario que todos tenemos: usted sale, por ejemplo, de una reunión o de un acto público en el que ha sido celebrado, vitoreado, y se pasa el suiche. Así es imposible que a usted se le olvide quién es, de dónde viene, a quiénes se debe. Porque la gloria es efímera como un suspiro. El precio a pagar es que muchos momentos extraordinarios quedan en el olvido. Pero bien vale pagar ese precio. Y eso lo aprendí viendo beisbol.
Leyendo cierto libro sobre la historia de mi equipo volví sobre varios episodios realmente gloriosos que había sepultado en el olvido, o que recordaba muy vagamente. Un viernes 5 de enero de 1990, tenía yo dieciséis años, La Guaira se disputaba el pase a la semifinal en un juego extra contra las Águilas del Zulia. He olvidado casi todos los detalles de aquel juego, salvo tres. El primero de ellos es que en la parte alta del primer inning, Zulia marcó cuatro carreras. Tras semejante despliegue ofensivo, y apenas La Guaira pudo completar el tercer out, se prendió la fiesta en la tribuna derecha del Estadio Universitario. Pocos episodios más conmovedores en mi vida. De alguna manera, todo el estadio sabía que aquel juego lo ganaría La Guaira. Fue el clásico partido disputado a sangre y fuego, con opciones de victoria para ambos equipos. En algún momento, quizá tras empatar dramáticamente en el séptimo inning, mi viejo me susurró al odio, palabras más, palabras menos: «No me importa que La Guaira gane o pierda, si clasifica o si queda campeón. Después de verlos jugar como lo están haciendo hoy, me doy por satisfecho». Recuerdo que ganamos: Tiburones dejó en el terreno al Zulia en el inning trece, con hit de Raúl Pérez Tovar. Joel Cartaya anotó la del triunfo. El corazón del padre de Cartaya no pudo con tanta emoción: el hombre murió de un infarto.
«No me importa que La Guaira gane o pierda». Lo importante es el amor a la camiseta, entregarse en el terreno, jugar buen beisbol, no darse nunca por vencido. Estoy seguro de que los buenos fanáticos de todas las disciplinas deportivas en todo el mundo son capaces de reconocerse en esas palabras. Pero antes, nuestros viejos, sabios y curtidos en la victoria y en la derrota, han debido sacar las debidas lecciones. Del juego y de la vida. Y llegado el momento, han sabido transmitir aquella enseñanza fundamental a quienes nos ha correspondido tomar el testigo. La vida, como la gloria, es un suspiro. Y cuando uno finalmente ha sido capaz de entenderlo, entiende también que en algún momento tendrá que transmitir esa verdad a su descendencia, porque forjar el carácter, esto es, aprender a lidiar con la adversidad y con los momentos de felicidad plena, es algo que no se aprende súbitamente. Es una fragua. Una maravillosa fragua interminable.
Cuántas veces, durante todos estos años, me tocó pasarme el suiche imaginario, tras alguna victoria rutilante, pero sobre todo tras tantas derrotas amargas, para no olvidar que no hay que desfallecer, que hay que perseverar, porque no hay que olvidar lo que uno ha elegido ser, la historia que nos precede y la camiseta a la que nos debemos.
En la medida en que avanzaba una temporada 2023-2024 que nos prometía el desquite, el saldar cuentas con tantos años de no poder lograr el objetivo, una campaña de tantos altos y bajos, sucedió que un equipo finalmente acoplado, comprometido hasta los tuétanos con su fanaticada, jugando un beisbol esplendoroso, nos hizo creer que todo era posible. Y en algún punto del Todos contra Todos, cuando alcanzar un cupo para la Final era cuestión de tiempo, comprendí que había llegado el momento de contarle a Sandra, en pleno juego en el Estadio Universitario, de aquel episodio con mi viejo. Porque es hermoso ganar un campeonato, pero más importante aún es saber perder y aprender a ganar.
La última fecha del Todos contra Todos, con el pase a la Final ya asegurado, comencé a preparar un pequeño altar en honor a mi viejo, vela incluida. Los dos primeros juegos de la Final los vimos en el Universitario: el primero con Ainhoa, el segundo con Sandra. A última hora, Meres y Ainhoa también pudieron asistir, aunque tuvieron que ubicarse en otra sección del estadio. Uno de los juegos más emocionantes que vi en mi vida. El tercero lo vimos en casa. La ansiedad era tanta que decidimos que el cuarto e hipotético último juego lo veríamos en La Guaira.
Para allá nos fuimos el sábado, con mi señora madre como refuerzo, proveniente de su Maracay natal. Allá sufrimos la primera derrota frente a Cardenales de Lara, dignísimo rival, rodeados de miles de fanáticos guairistas. Tras un breve debate familiar aquella misma noche, decidimos quedarnos un día más, y desde las cinco de la tarde del domingo nos apostamos en algún barcito en el bulevar de Macuto. Allí celebramos cada carrera y ligamos cada out. Ese cero de leyenda de Ricardo Pinto en el quinto inning fue la antesala de lo que vendría después. Con la ventaja que me daba escuchar el juego por la radio, pude saber unos cinco segundos antes que éramos campeones. Entre lágrimas, me fundí en un largo abrazo con mi madre, tras lo cual corrí a abrazarme con mis hijas y mi esposa. Llamé a Rommel y gritamos de felicidad. Finalmente, hablamos, reímos y lloramos de alegría con la familia que está lejos. Lejos geográficamente, porque nunca dejaron de estar con nosotros. Fuimos y somos uno.
Nos fuimos a celebrar junto a miles de fanáticos que inundaban las calles de La Guaira. En una pausa, le susurré a mi esposa: «Mis hijas no se olvidarán nunca de esta noche. Cuando yo no esté, me recordarán celebrando junto a ellas un día como este». A eso de la una de la mañana, exhaustos, nos fuimos a descansar. El lunes por la mañana, Meres me preguntó cómo había dormido. Le respondí sonriente: «Como un campeón».
Mi viejo murió en 2009. Habían pasado veintitrés años desde la última vez que vio a su equipo ser campeón. Treinta y ocho años después, la espera ha terminado. Veintitrés años tiene mi hija mayor. Once la menor. Y no puedo evitar pensar que la felicidad que vi dibujada en mis hijas la noche del domingo 28 de enero de 2024, es exactamente la misma que mi viejo vio pintada en nuestras caras infantiles, el sábado 1 de febrero de 1986, cual si fuera una obra de arte. Una obra de arte rebosante de amor filial. Una obra de arte llamada Tiburones de La Guaira.
Hermoso relato que solo es posible al calor de una victoria como esta, con un preludio bien contado de las alegrías y las tristezas, que sólo se arraigan cuando estamos acompañados de los seres amados. Gracias Reinaldo por acercarnos a tus vivencias y hacerlas parte nuestra también. Tiburones Pa encima Siempre!
Bello!