I.
La historia de las Comunas es la historia de la organización de la clase trabajadora. Pero no de la clase trabajadora en abstracto, sino de la realmente existente en un momento histórico determinado. El desconocimiento de este punto de partida puede conducir a infinidad de equívocos analíticos y a peligrosos errores de cálculo político.
Conjurar estos equívocos y errores pasa por reconocer una debilidad consuetudinaria en los análisis que realizamos en el campo popular: estos se caracterizan por la ausencia de conocimiento pormenorizado de la estructura de clases de la sociedad venezolana, y de las transformaciones que, a este nivel, han venido operando a lo largo de su historia.
Habría que agregar que el planteamiento de la necesidad histórica de una forma particular de organización de la clase trabajadora es, a su vez, la resultante de una crítica del estado de cosas: de la forma Estado imperante, de las relaciones económicas y sociales predominantes, de la cultura, del sentido común, de las fuerzas actuantes, de sus instrumentos políticos, de sus programas de gobierno.
Dicha crítica supone, al mismo tiempo, una manera de concebir el poder, el ejercicio de la política, la organización de la economía y de la sociedad, el papel que deben desempeñar las clases populares, el despliegue en el territorio, lo que se traduce en un programa alternativo de gobierno.
La crítica no se realiza de una vez y para siempre: esta debe ir actualizándose, procurando marchar, en la medida de lo posible, al ritmo del movimiento real.
En política no hay fórmulas mágicas. La Comuna no es una de ellas. Debe haber, eso sí, mucho análisis de la situación y, en tiempos de virtuosismo político, habrá formulaciones experimentales, tentativas diversas de resolución de los problemas fundamentales de una sociedad, esto es, fórmulas realistas, ancladas en la realidad concreta.
La Comuna, y antes de ella los consejos comunales, supieron ser unas de estas fórmulas realistas, planteadas con audacia por el liderazgo bolivariano en el momento preciso. Pero la responsabilidad política nos obliga a estar prevenidos: nada impide que, en tiempos de realismo capitalista, degeneren en fórmulas mágicas, desvinculadas de la realidad circundante, vaciadas de todo su potencial subversivo.
II.
Es correcto afirmar que hay una línea que conecta las formulaciones germinales del movimiento bolivariano relativas a los mecanismos de democracia directa -que pueden rastrearse tan temprano como en 1991, en El Libro Azul- con la creación de los primeros consejos comunales, en 2005, y más tarde con los primeros ensayos de conformación de Comunas, en 2007. Un trabajo inédito de Gerardo Rojas da cuenta con detalle de esta trayectoria. Pero no se trata, ni mucho menos, de una línea recta, sino de una trayectoria zigzagueante, caracterizada por el ensayo, el error y el acierto políticos.
Igualmente, respecto del asunto decisivo de la clase, tanto el registro documental a disposición como el testimonio militante permiten concluir que Hugo Chávez, y con seguridad lo más lúcido del movimiento bolivariano, comprendían cabalmente la necesidad de interpelar y ser interpelados, aglutinar y organizar a lo que Chávez denominaba entonces como “clases marginales”, es decir, a los más pobres entre los pobres, a esa fracción de la clase trabajadora triplemente excluida: del mundo del trabajo formal, de la ciudadanía y del mercado, y que promediando la década de 1990 constituía el grueso de la fuerza de trabajo en Venezuela.
Mucho se ha hablado del ingente esfuerzo del gobierno bolivariano, durante la primera década del presente siglo, puesto al servicio de saldar la inmensa “deuda social” acumulada históricamente. Pero antes, durante la década precedente, Chávez y el movimiento bolivariano procedieron a saldar una deuda más apremiante: la política. Tras su salida de la cárcel, en 1994, y durante sus varios recorridos por ciudades y pueblos de toda la geografía nacional, Chávez se concentró en establecer relación de interlocución con las mayorías populares, y por tanto con esa fracción de clase que algunos estudiosos identifican como subproletariado.
Con escasa o nula relación con las formas más tradicionales de intermediación política y social -partidos, sindicatos, gremios-, parte importante del subproletariado se incorporará a la tarea de remontar la empinada cuesta de la invisibilización, la desmoralización, la desmovilización, la despolitización y la desorganización, y comenzará a concebirse a sí mismo como partícipe de un proyecto nacional, como integrante de una identidad política en plena gestación y como protagonista de una democracia de nuevo cuño: la democracia participativa y protagónica.
La columna vertebral del movimiento aluvional y policlasista que llevará a Chávez al poder, en 1998, lo constituirá ese subproletariado, cuya movilización irá en ascenso en la medida en que se agudicen las contradicciones. En el parteaguas que significará el golpe de Estado de abril de 2002 tomará la iniciativa política y asumirá un rol protagónico, lo que incidirá de manera decisiva en la gestión del contragolpe popular, desempeñará idéntico papel en la resistencia frente al paro-sabotaje petrolero de finales del mismo año e inicio del siguiente, y coronará su victoria política en el referendo revocatorio de agosto de 2004, episodio que pondrá término a una intensa y convulsa etapa de la revolución bolivariana signada por la violencia destituyente del antichavismo.
En el brevísimo interregno temporal que va desde la derrota definitiva del paro-sabotaje, en febrero de 2003, y la Batalla de Santa Inés, en agosto de 2004, con una economía prácticamente hecha ruinas, pero despejado el horizonte político, y echando mano del principio táctico conforme el cual la mejor defensa es el contraataque, el gobierno bolivariano creará las primeras Misiones sociales, acelerando significativamente el proceso de ciudadanización de las mayorías populares, y comenzando a sentar las bases para su progresiva incorporación al mercado, vía redistribución democrática de la renta. Los más pobres entre los pobres, no en balde la fracción mayoritaria de la clase trabajadora, se erigirán como el sujeto central de las políticas gubernamentales.
Como es sabido, cinco meses después, en enero de 2005, Chávez haría pública la opción por el socialismo, lo que implicaba acometer la tarea de transformación de una estructura económica subordinada y dependiente. Aunque no es el tema que nos ocupa, esta última precisión adquiere hoy la mayor de las relevancias, por cuanto se ha instalado en el sentido común, incluso dentro del campo popular y revolucionario, la idea de que Chávez se limitó simplemente a la distribución popular de la renta petrolera que tuvo por fortuna administrar, y de que la apuesta por el socialismo no pasó de uno que otro arrebato retórico. Partiendo de esta idea errada, es poco o nada lo que se puede comprender del decurso de la revolución bolivariana. El esfuerzo de análisis tendría que estar puesto en evaluar lo mucho o lo poco que se avanzó en la consecución del objetivo trazado, de los errores cometidos y los logros alcanzados.
Uno de estos logros fue, precisamente, la creación de los primeros consejos comunales, en julio de 2005, y luego de las Comunas, sin duda una de las mayores conquistas obtenidas durante la revolución bolivariana, y uno de sus principales aportes teóricos y prácticos a la larga tradición de luchas revolucionarias de los pueblos del mundo.
Plantearse una tarea tan titánica como la transformación de una estructura económica subordinada y dependiente supone, para decirlo con Rosa Luxemburg, adentrarse en tierra virgen y enfrentarse a mil problemas. Uno de ellos, tan solo uno, implicaba descubrir la fórmula que hiciera posible el aprovechamiento óptimo de uno de los factores más importantes de todos: el subproletariado. ¿Cómo disponer de manera correcta de semejante fuerza? Más importante aún, ¿cómo darle rienda suelta a su potencial subversivo y creador o, lo que es lo mismo, cómo evitar cercenarle, encallejonarlo, instrumentalizarlo, anularlo? ¿Cómo estar a la altura de un sujeto hasta hace poco marginalizado y ahora remoralizado, movilizado, crecientemente politizado, pero aún, en buena medida, desorganizado? ¿Cómo potenciar su capacidad de actuar como factor regenerativo de los vínculos sociales? ¿Cómo crear las condiciones para avanzar en su dignificación a través del trabajo productivo? ¿Cómo garantizar su eficaz distribución en el territorio?
La fórmula descubierta por el liderazgo bolivariano fueron los consejos comunales. Estos no fueron concebidos, hay que subrayarlo, como un sujeto o un “sector” entre muchos otros, mucho menos como algo semejante a un “nivel” de gobierno en relación de subordinación con niveles tenidos como superiores -municipal, estada y nacional-, sino como el espacio de la comunidad, ocupado fundamentalmente por los más pobres entre los pobres, entre quienes recaería el protagonismo no solo por el hecho de ser mayoría en el territorio, sino por su cualificación política, por su repertorio de luchas, por una auctoritas fundada en la defensa de los intereses de la comunidad y, más allá, de la clase, de la nación, etc.
En adelante, este subproletariado organizado en el territorio tendrá como objetivo la transformación progresiva de las condiciones materiales y espirituales de la misma comunidad y, más específicamente, la superación de su condición de pobreza. Pero no de manera aislada, porque la comunidad es nada si no se concibe como parte de un todo. El autogobierno popular se concebirá, como ha precisado Gerardo Rojas siguiendo a Chávez, como parte de un sistema de gobierno multiescalar, que va de lo comunitario a lo nacional: “como una fuerza que no se ‘diluye’ en el poder del Estado, ni entrega su soberanía a la clase política, sino que forma parte de «un sistema combinado Estado-sociedad, construyendo el socialismo»”.
Como hemos planteado en otra parte: “Con los consejos comunales nunca se trató de nivelar por debajo, sino de incorporar a los y las de abajo, garantizarles un espacio, un lugar”. Tampoco se trató, o al menos no principalmente, de un acto de creación de sociedad desde el Estado, sino de la creación de espacios de poder para la organización de una porción mayoritaria de la sociedad, históricamente marginalizada, que recién comenzaba a hacer efectivo el libre ejercicio de sus derechos ciudadanos.
III.
En relación con el subproletariado y el proceso bolivariano, de manera tentativa y muy esquemática, podríamos hablar de cuatro etapas: una primera que va desde mediados de la década de 1990 hasta 2003, caracterizada por la creciente movilización y politización de esta fracción de clase; una segunda que va desde 2003 hasta 2012, de manifiesta e indiscutida centralidad del subproletariado en la ejecutoria del gobierno bolivariano, lapso durante el cual se crean tanto los primeros consejos comunales como las primeras Comunas; una tercera que iría desde 2013 a 2015, caracterizada por ser una etapa de enconada y sorda disputa; y una cuarta etapa que va desde 2016 hasta el presente, durante la cual se produciría el desplazamiento de la clase trabajadora como centro de gravedad de la política gubernamental.
Uno de los hitos políticos más importantes de la segunda etapa es la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela, en 2007. Al respecto, Gerardo Rojas ha rescatado del olvido una circunstancia que habla muy elocuentemente de las tensiones y desafíos políticos del momento: originalmente, la creación de los consejos comunales estaba prevista para después de las elecciones presidenciales de diciembre de 2006, caso en el cual aquella habría coincidido con la fundación del nuevo partido. En palabras de Chávez, de junio de 2006: “pero como las dinámicas tienen su propio ritmo, y a veces se aceleran sin que uno quiera, nos dimos cuenta de que no podíamos esperar”.
Más allá de la cuestión de los ritmos políticos, cuestión sin duda decisiva, nos parece claro que el problema de fondo era el de la organización, y más específicamente la organización del subproletariado. No se trata, en lo absoluto, de que el nuevo partido no aspirara a ejercer el liderazgo de las clases populares en su conjunto, o de que el subproletariado no tuviera cabida en la novel formación política. Todo lo contrario: dada su indiscutible relevancia, esta fracción de clase estaba llamada, una vez más, a desempeñar un rol protagónico. Pero es igualmente cierto que el subproletariado tuvo siempre su propia dinámica, y esta su propio ritmo, para decirlo con Chávez.
Esta dinámica se caracterizó desde sus inicios, entre otras cosas, por una desconfianza raizal en las formas tradicionales de intermediación política, y estuvo a su vez determinada por la propia dinámica del liderazgo de Chávez, que privilegiaba la interlocución directa, sin mayores mediaciones, con el grueso de su base social de apoyo. No es el momento para sopesar con detenimiento las ventajas y desventajas de esta forma de interlocución política, pero nos parece central dar cuenta de ella.
Por tanto, no es en lo absoluto casual que los consejos comunales y luego las Comunas, hayan sido concebidos como el espacio por excelencia del subproletariado. De igual forma, retrasar en uno o dos años la conformación de los primeros consejos comunales para acompasar los ritmos del subproletariado a los del conjunto del movimiento, habría significado desperdiciar una energía política descomunal.
Por lo demás, las contradicciones entre los consejos comunales y alcaldías, gobernaciones, ministerios y partidos políticos se hicieron manifiestas desde el mismo momento de su gestación. Suele recordarse la advertencia realizada por Chávez durante el Primer Aló Presidente Teórico, en junio de 2009, en el sentido de que los consejos comunales no podían convertirse en “apéndices” de ninguna institución. Menos conocido es el hecho de que Chávez se había referido al asunto, empleando el mismo término, y con idéntico énfasis, al menos en tres oportunidades distintas, tan pronto como durante el primer trimestre de 2006.
Para octubre de 2012, momento en que se produce la victoria de Chávez en elecciones presidenciales e, inmediatamente después de esta, tiene lugar el célebre Golpe de Timón, los consejos comunales y las Comunas habían acumulado una invaluable experiencia que permitía prefigurar la inminente consolidación y una mayor expansión de estos espacios de autogobierno.
No es exagerado afirmar que con la desaparición física de Chávez, en marzo de 2013, los consejos comunales y las Comunas perderían a su más importante aliado: la única figura capaz de arbitrar a su favor las contradicciones a lo interno del movimiento bolivariano. Con todo, durante aquella breve pero vertiginosa tercera etapa, las Comunas lucharían por asentarse con firmeza en sus respectivos territorios, reclamando y defendiendo lo conquistado durante la década precedente, logrando de hecho expandirse y desarrollarse tanto cuantitativa como cualitativamente, lo que, no obstante, se traduciría en una agudización de las contradicciones.
En la cuarta etapa, es decir, tras la derrota en las elecciones parlamentarias, en diciembre de 2015, el camino quedaría allanado para las fuerzas que, por diversas razones, apostarían a la supervivencia política vía el entendimiento entre elites, y se concentrarían en la improbable construcción de una “burguesía revolucionaria”, lo que en términos programáticos se expresaría en el desplazamiento de la clase trabajadora del centro de gravedad de la política oficial. Tales circunstancias, expuestas aquí de manera demasiado sumaria, no significaría, no obstante, la desaparición de estos espacios de autogobierno, muchos de los cuales pugnan por anteponer la supervivencia del horizonte programático de la revolución bolivariana a la supervivencia de la clase política, pero sí la pérdida progresiva de su protagonismo, aparejada, naturalmente, a la pérdida de centralidad de la clase trabajadora.
Esta pérdida progresiva de protagonismo va de la mano de la pretensión de reducir los consejos comunales y las Comunas a un puñado de objetos raros dispuestos en las vitrinas del museo revolucionario, donde se muestra a los visitantes no lo que es o puede ser, sino lo que pudo ser el poder popular; suerte de pintorescas fórmulas mágicas que hoy nada pueden frente a una realidad difícil de administrar e imposible de transformar.
¿Semejante cuadro permite anticipar la definitiva clausura de estas experiencias de autogobierno popular? En lo absoluto. Muy por el contrario de lo que plantean los apologetas del realismo capitalista, para los cuales es incluso irresponsable cualquier tentativa de resolución de los problemas fundamentales de la sociedad venezolana más allá del restringido horizonte neoliberal, esta es una historia con final abierto. Pero forzar un desenlace favorable a los intereses de las mayorías populares pasa, entre otras cosas, por no olvidar el punto de partida: la historia de las Comunas es la historia de la organización de la clase trabajadora.
Versión larga del artículo publicado originalmente en inglés en Venezuelanalysis