
En algún momento de la cuarentena descubrimos un programa que se llama Supervivencia al desnudo (Naked and Afraid), que transmite Discovery Channel, y comenzamos a verlo en familia, justo antes de dormir.
El programa tiene distintas modalidades, pero entiendo que el formato original consiste en dos personas, casi siempre un hombre y una mujer, desconocidos el uno para el otro, que deciden intentar sobrevivir veintiún días en un paraje remoto, que suele estar ubicado en alguna zona selvática de África o Suramérica, completamente desnudos, sometidos al clima inclemente, al peligro que significan los animales salvajes, los insectos, etc., y al riesgo que implica tener que proveerse de agua y de los alimentos necesarios por cuenta propia. Solo se les permite llevar una herramienta.
Algo que salta a la vista es el hecho de que la inmensa mayoría de los participantes son personas blancas, entre los veinte y los cuarenta. Blancos estadounidenses, específicamente.
Si a ver vamos, cualquiera podría interpretarlo de la manera que sigue: el programa se trata de una pareja de blancos estadounidenses que decide abandonar temporalmente su modo de vida para buscar lo que no se les ha perdido.
Por supuesto, lo encuentran: son muchos los participantes que no logran completar un desafío que, necesario es reconocerlo, es sumamente exigente, tanto física como mentalmente, y todos, incluidos quienes lo logran, deben pagar un alto precio.
Naturalmente, uno abriga la esperanza de que al menos uno de los participantes complete los veintiún días, sobre todo cuanto se trata de una persona que demuestra comprender que superar semejante prueba pasa necesariamente por cuidar de su pareja de aventuras. En cambio, en el caso de los fanfarrones, esos que se la pasan haciendo alarde de sus destrezas, con frecuencia imaginarias, uno espera que se queden en el camino, lo que casi siempre ocurre. Dígame aquellos que dicen cosas del tipo: “Algunos de mis más lejanos antepasados fueron nativoamericanos”, como si tal circunstancia los hiciera, automáticamente, más aptos.
Es curioso, pero el programa parece estar concebido de manera tal que uno sienta animadversión por quienes se lamentan por el hambre, porque no pudieron dormir o porque extrañan a sus seres queridos. Es como un patrón: en el caso de quienes manifiestan en algún punto, por ejemplo, que extrañan a sus hijos o hijas, solo es cuestión de tiempo para que abandonen el desafío. Estos serían, para decirlo a la manera estadounidense, los “perdedores”. En cambio, los “ganadores” difícilmente muestran algún signo de debilidad, a pesar de todo.
En la modalidad “extrema”, más entretenida aún, participan doce personas, divididas en grupos de tres. La apuesta es más alta: deben sobrevivir cuarenta días. Eventualmente, los grupos deben desplazase por el territorio y encontrarse con el resto. Es decir, en algún punto el grupo se hace más grande, lo que puede facilitar, pero también hacer más difícil la convivencia. Siempre hay drama: disputas por el liderazgo, rivalidades entre grupos, incluso gente que es execrada y debe retirarse del desafío.
Súmele a lo anterior las sucesivas imágenes de serpientes, alacranes, arañas, leones, hienas, elefantes, cocodrilos, pirañas, hormigas, que nos recuerdan permanentemente que, como suelen repetir los participantes, no se trata de un “juego”, sino de un asunto muy serio.
En fin, creo que es justo reconocer que existen programas protagonizados casi exclusivamente por blancos estadounidenses que pueden resultar muy entretenidos. En casa nos divertimos mucho.
En cambio, ¿se imaginan un programa de africanos sobreviviendo en África, o de suramericanos sobreviviendo en Suramérica, o de personas de origen africano o suramericano, incluso de blancos estadounidenses, sobreviviendo en Estados Unidos? No sería lo mismo.