A mi padre, a los setenta y cinco años de su nacimiento
¿Hasta cuándo podremos tolerar esto? – preguntó M en la cocina, quizá intentando encontrar el eco que no había conseguido en la mesa. Mientras desayunábamos, había estado comentando sobre lo difícil que resultaría la cuarentena para muchas familias, en especial para aquellas que no podían asegurar las tres comidas diarias. Nuestra respuesta había sido el silencio. Ciertamente, no un silencio cómplice, como el de quienes solo tienen ojos para mirar sus propios platos. Más bien un silencio doloroso, apesadumbrado, pero silencio al fin.
El silencio nos persiguió hasta la cocina. No hubo comentario alguno, como si aquella pregunta fuera la hija huérfana de respuestas que hace tiempo habían iniciado un viaje sin retorno. Sin embargo, un pensamiento me atravesó la cabeza: Lo que sí es seguro, es que esta situación resulta más tolerable para nosotros, al menos más tolerable que para muchos otros.
Recordé entonces aquella conversación con la mayor de mis hijas, en 2016, cuando por primera vez en mucho tiempo, al punto que no puedo recordar cuándo fue la última vez, algunos alimentos comenzaron a faltar en casa. Esta situación se parece mucho a la que ya vivimos en la década de los noventa – le comenté. No tienes por qué preocuparte por nosotros. De alguna manera lograremos salir adelante. Ya lo verás. Te acordarás de estas palabras. En cambio, muchos no podrán hacerlo. Son los que hoy, como ayer, vuelven a sobrevivir, y como ayer, en algún punto, ya no podrán hacerlo. Creer que esas vidas no tienen por qué importarnos, y creer que solo importa lo que hagamos con nuestras vidas: esa sería la peor de nuestras derrotas. Eso significaría que, después de todo lo vivido, por lo que hemos luchado todos estos años, no ha servido de nada.
Como suele suceder en estas circunstancias, aquel recuerdo me condujo a otros recuerdos, y en cuestión de segundos, sin poder advertirlo y sin querer evitarlo, volví sobre mis pasos en los tempranos años noventa, cuando incursioné en la militancia revolucionaria.
Ahora mismo pienso en aquellos años sin atisbo de nostalgia. Al contrario, me reconforta saber que, de alguna forma, sigo siendo aquel muchacho de dieciocho. A mis cuarenta y seis, ya no lucho por cambiar un mundo que apenas conozco, como cuando me iniciaba en la vida adulta. He tenido oportunidad de conocerlo bien. Y mientras mejor lo conozco, más ganas tengo de cambiarlo. Me considero un hombre afortunado: no le tengo miedo a comenzar de nuevo, si fuera necesario.
Hoy me descubro llevando una vida muy similar a la que nos procuraron mis padres. Aunque, una vez formé mi propia familia, tuve que mudarme muchas veces, he vivido siempre en los mismos lugares: zonas residenciales de clase media trabajadora, a la que conozco muy bien, casi podría decir que como la palma de mi mano. Sin lujo alguno, más bien con frecuencia en el límite de la pobreza. Al principio, es posible, porque no nos quedaba otra opción. Pero de un tiempo a esta parte, así lo asumimos, por simple elección. Esto es lo que somos.
No somos mejores ni peores que otros. Somos lo que somos con nuestras miserias y grandezas. Y no tenemos intención de aparentar algo que no somos. Dudo mucho que la vejez nos dé por hacerlo. Creo que moriremos como vivieron o siguen viviendo nuestros padres y como nos enseñaron a vivir. De los lazos que me unen a la mujer con la que vivo, tal vez sea ese uno de los más fuertes.
A mis dieciocho apenas conocía el mundo que quería cambiar. Sabía, por supuesto, o más bien intuía, que algo andaba muy mal, y que nos merecíamos una vida mejor.
Incendiamos la ciudad por los cuatro costados. Estábamos resueltos a cambiarlo todo. Por aquellos años amé por primera vez e hice amigos que siguen estando entre mis amigos más entrañables, aunque ya casi no los frecuente.
Tras una pausa de pocos años que, no obstante, me pareció interminable, llegó el año 1998. Acababa de mudarme de la casa de mis padres y vivíamos en el típico edificio de clase media empobrecida, en la ciudad de Los Teques, en un modesto apartamento. La política era un tema prácticamente vedado en las conversaciones cotidianas con nuestros vecinos. Pero muy pronto, y debo admitir que para nuestra sorpresa, descubrimos que el anhelo de cambio era algo compartido por la inmensa mayoría de quienes nos rodeaban.
La celebración popular de la noche del 6 de diciembre de 1998 es algo que no podré olvidar jamás. Aquella alegría tan genuina, casi podría decirse que tan furiosa, estaba hecha de una materia que la volvía perdurable, eterna, resistente a futuras frustraciones y derrotas. Fue como si exorcizáramos colectivamente la tristeza. Con todo, el hallazgo más sorprendente estaba por venir.
Ocurrió en 2002. Entonces, y solo entonces realmente, descubrí al pueblo venezolano. Ese mismo pueblo por el que había estado luchado la década anterior. Comprendí, finalmente, que había luchado por el pueblo en abstracto, como suelen ser abstractos los ideales de un joven. Había luchado por un pueblo al que había sido incapaz de ver, aunque me cruzara con él incontables veces. Aquel año conocí el rostro del pueblo venezolano, y desde entonces comprendí que era correcto ser lo que era, no renegar de lo que era, pero que era parte de algo más grande. Descubrí, además, que estaba en el lugar donde debía estar.
Más tarde comprendí, también, que si en los noventa no había podido conocer al ser colectivo del que formo parte, fue porque parte importante de eso que hoy somos permanecía invisible. Porque es muy difícil reconocer a un pueblo que no ha terminado de reconocerse a sí mismo, de afirmarse en la lucha por cambiar su mundo y, más allá, el mundo todo.
Y pienso que tal vez algo de eso sea lo que nos está ocurriendo hoy, y puede que por tal motivo nos resulte tan sencillo, y tan intolerable al mismo tiempo, volver sobre 2016, y sobre los años noventa. Porque hoy no estamos todos los que somos. Una parte pareciera haber desaparecido de nuevo. Hay una parte de nosotros que ha vuelto a ser invisible. Y nos perturba pensar en lo intolerable que puede resultar para una parte de eso que somos, ser invisibles una vez más. Y está bien que la sola idea nos resulte intolerable a nosotros mismos. No podría ser de otro modo.
De otra manera, estaríamos resignándonos a vivir una vida mutilada, incompleta, como tiene que ser la penosa vida de quienes solo tienen ojos para los platos que hay sobre su mesa. Eso sería traicionar lo que somos, lo que hemos sido.
Hoy no estamos todos los que somos, y no asumirlo así sería engañarnos a nosotros mismos. Mal podríamos vernos al espejo si no somos capaces de ver que falta una parte, hoy invisible nuevamente. Estamos incompletos.
Hay que comenzar de nuevo. Pero, contrario a lo que podría pensarse, la certeza de que tenemos que hacerlo no puede ser considerada una derrota. Todo lo contrario. Entre otras cosas, porque nadie nos podrá arrebatar la alegría de saber que no vamos a comenzar de cero.