Cuarentena (VII): El intranquilo sueño neoliberal

Neoliberalismo desde abajo

Si tuviera que plantearlo de manera muy esquemática, diría que el aporte de Verónica Gago en su extraordinaria obra La razón neoliberal, pasa por:

  1. la recuperación de los conceptos de gubernamentalidad y biopolítica (Foucault) como punto de partida para pensar la cuestión del neoliberalismo;
  2. la problematización del concepto de neoliberalismo, y la construcción del concepto de neoliberalismo desde abajo, en tanto que respuesta desde abajo a los efectos desposesivos del neoliberalismo;
  3. realizar una lectura no moral y victimista de lo popular en general y del migrante en particular, reivindicando una pragmática popular vitalista, echando mano del concepto de “oportunismo de masas” de Paolo Virno y del concepto spinoziano de “conatus”;
  4. proponer un concepto de progreso por fuera de la racionalidad neoliberal;
  5. trabajar con un concepto de cálculo más allá de la lógica del beneficio, ubicado entre la aspiración al progreso y la obediencia.

Verónica Gago inicia su ensayo dando cuenta de lo que identificamos comúnmente como neoliberalismo: “privatizaciones, reducción de protecciones sociales, desregulación financiera, flexibilización laboral, etc.”. Desde los años 70, América Latina “ha sido un lugar de experimentación para estas modificaciones impulsadas «desde arriba», por organismos financieros internacionales, corporaciones y gobiernos”. El neoliberalismo puede ser definido como “un régimen de existencia de lo social y un modo de mando político instalado regionalmente a partir de las dictaduras, es decir, con la masacre estatal y paraestatal de la insurgencia popular y armada, y consolidado en las décadas siguientes a partir de gruesas reformas estructurales, según la lógica de ajuste de políticas globales” (1).

Hacia finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, el neoliberalismo es contestado masivamente en América Latina: “Las revueltas durante la crisis de 2001 en Argentina marcaron el quiebre de la legitimidad política del neoliberalismo «desde arriba». Esas revueltas son parte de una secuencia continental: Venezuela, Bolivia, Ecuador (y una nueva secuencia de movilizaciones como las de Chile y Brasil más recientes)”. La magnitud, y en algunos casos incluso la radicalidad de la contestación, hace que comience a ganar terreno el concepto de “posneoliberalismo” (2).

No obstante, plantea Gago, posneoliberalismo “no indica ni transición ni mera superación. Mas bien señala la crisis de su legitimidad como política estatal-institucional a partir de las revueltas sociales recientes, las mutaciones operadas en el capitalismo mundial a partir de su crisis global y de ciertas políticas institucionales en los países cuyos gobiernos han sido caracterizados como «progresistas»”. Mientras esto ocurre, es posible constatar “la persistencia del neoliberalismo como condición y la incorporación o inmanentización de algunas de sus premisas fundamentales en la acción colectiva popular que lo ha impugnado” (3).

Para ser capaces de verificar esta persistencia del neoliberalismo, y ésta es la más importante precisión metodológica y conceptual de Gago, hay que partir de que el neoliberalismo no es solo un conjunto de políticas impulsadas por los gobiernos y las multilaterales, sino toda una racionalidad. Es necesario “pensar el neoliberalismo como una mutación en el «arte de gobernar», como propone Foucault con el término gubernamentalidad”, lo que implica “entender el neoliberalismo como un conjunto de saberes, tecnologías y prácticas que despliegan una racionalidad de nuevo tipo que no puede pensarse solo impulsada «desde arriba»”. La gubernamentalidad neoliberal supone “una forma sofisticada, novedosa y compleja de enhebrar, de manera a la vez íntima e institucional, una serie de tecnologías, procedimientos y afectos que impulsan la iniciativa libre, la autoempresarialidad, la autogestión y, también, la responsabilidad sobre sí” (4).

Tenemos, entonces, que la racionalidad neoliberal opera en el nivel macropolítico, pero también es “puesta en juego por las subjetividades y las tácticas de la vida cotidiana”, expresándose “como una variedad de modos de hacer, sentir y pensar que organizan los cálculos y los afectos de la maquinaria social”. En tal sentido, “el neoliberalismo se vuelve una dinámica inmanente: se despliega al ras de los territorios, modula subjetividades y es provocado sin necesidad primera de una estructura trascendente y exterior” (5).

Por un lado, “el neoliberalismo no se deja comprender si no se tiene en cuenta cómo ha captado, suscitado e interpretado las formas de vida, las artes de hacer, las tácticas de resistencia y los modos de habitar populares que lo han combatido, lo han transformado, lo han aprovechado y lo han sufrido” (6). Por el otro, también es cierto que se comprende muy poco si no se subraya el hecho de que el neoliberalismo es permanentemente resistido y combatido desde abajo.

Gago propone el concepto de “neoliberalismo desde abajo” para referirse al “conjunto de condiciones que se concretan más allá de la voluntad de un gobierno, de su legitimidad o no, pero que se convierten en condiciones sobre las que opera una red de prácticas y saberes que asume el cálculo como matriz subjetiva primordial y que funciona como motor de una poderosa economía popular que mixtura saberes comunitarios autogestivos e intimidad con el saber-hacer en la crisis como tecnología de una empresarialidad de masas” (7).

Dado por hecho y padecido, pero sobre todo resistido y combatido, este neoliberalismo desde abajo supone una “pragmática vitalista” (8). Para Gago, este concepto “permite pensar el tejido de potencia que surge desde abajo”. Apelando al concepto de “conatus”, de Spinoza, afirma que “la dinámica neoliberal se conjuga y combina de manera problemática y efectiva con este perseverante vitalismo que se aferra siempre a la ampliación de libertades, de goces y de afectos” (9). En el neoliberalismo desde abajo, estos “conatus” se ubican más allá “de la idea fría y restringida del cálculo liberal, dando lugar a figuras de la subjetividad individual/colectivas biopolíticas, es decir, a cargo de diversas tácticas de vida” (10). En síntesis, “hablar de neoliberalismo desde abajo es un modo de dar cuenta de la dinámica que resiste la explotación y la desposesión y que a la vez se despliega en (y asume) ese espacio antropológico del cálculo” (11).

Recapitulando, el concepto de neoliberalismo desde abajo pone en entredicho la idea comúnmente aceptada de que “el neoliberalismo se trata solo de un conjunto de macropolíticas diseñadas por centros imperialistas”, “de una racionalidad que compete solo a grandes actores políticos y económicos, sean transnacionales, regionales o locales”, y que, por tanto, “su superación… depende básicamente… de políticas macro-estatales llevadas adelante por actores de la misma talla” (12). Concebido de esta manera, dejamos de lado, por ejemplo, “las dinámicas sociales de actores que suelen verse más como víctimas del neoliberalismo que como decisivos articuladores de una heterogeneidad social cada vez más veloz, desbordante e ininteligible en términos de una geometría política clásica” (13).

Gago plantea que hay que tomarse en serio esta articulación entre neoliberalismo y subjetividades populares, recrear nuevos conceptos que nos permitan “comprender la dinámica compleja que alcanza a lo político cuando es capaz de recoger en sí todas las capas de lo real”, lo que significa estar atentos a la “advertencia de Marx: «lo real es múltiplemente determinado»” (14). Por tal razón recurre al análisis de Foucault, “en la medida en que nos permite pensar la gubernamentalidad en términos de ampliación de libertades y por tanto analizar el ensamblaje productivo y multiescalar que implica el neoliberalismo actual como modo de gobierno y de producción de realidad que también desborda ese gobierno”, siendo necesario, igualmente, “discutir los modos de dominación que esta nueva manera «libre» de gobernar impone” (15).

Refiriéndose a la dinámica del neoliberalismo, afirma que la apuesta es “encontrar un vocabulario político que se despliegue en esa inmanencia problemática sin allanar contradicciones y ambivalencias”, dando cuenta igualmente de las dinámicas “de fuerzas productivas que todo el tiempo desbordan el esquema neoliberal y anticipan posibilidades que ya no son las socialistas estatales”, constituyendo “un modo de cooperación social que reorganiza el horizonte del trabajo y de la explotación, de la integración y del progreso, de la buena vida y del buen gobierno” (16).

Gago centra su análisis en la feria de La Salada, en Buenos Aires, Argentina, donde el trabajador migrante de origen boliviano es predominante, y en la manera como ésta se relaciona con la villa, el taller textil clandestino y la fiesta. Al respecto, plantea: “a la vez que constatamos formas de explotación y subordinación vinculadas al trabajo migrante, que el capital sitúa como su parte «baja» y exhibe como situaciones ejemplificadoras de obediencia, se descubre también una faz de invención resistente y democrática”. Acto seguido, insiste en dos cuestiones claves: “Por un lado, la posibilidad de escapar de la imagen puramente victimista de quienes encaran una trayectoria migrante. Por otro, desbordar esa definición estrictamente empresarial, de formación de capital humano, sin abandonar la idea de progreso. ¿Es posible pensar el ansia de progreso por fuera del régimen neoliberal definido como matriz de una racionalidad individualista ordenada por el beneficio? ¿Es posible hacer una reivindicación del cálculo más allá del beneficio? ¿Es posible que el «oportunismo de masas» del que habla Paolo Virno sea un dinamismo social que sin embargo no suele atribuirse a los sectores populares?” (17).

De un lado, Gago asume “una clara estrategia opuesta a la victimización de los sectores populares”, que eventualmente se expresa como “moralización y judicialización” del mundo popular (18). Del otro, parte de la hipótesis de que el trabajador migrante exhibe “un impulso vital que despliega un cálculo en el que se superpone una racionalidad neoliberal con un repertorio de prácticas comunitarias produciendo como efecto lo que llamamos neoliberalismo desde abajo” (19); para decirlo con Virno, “esta pragmática vitalista se emparenta con la idea de un «oportunismo de masas», es decir, el cálculo permanente de oportunidades como modo de ser colectivo” (20).

Hasta aquí lo central del planteamiento de Verónica Gago, que resume en el primer capítulo de La razón neoliberal, y que desarrollará en los capítulos sucesivos.

¿Uno o varios “progresismos”?

Verónica Gago se plantea expresamente debatir con el “progresismo” latinoamericano, con lo que considera los límites inherentes a su forma de concebir la política. A su juicio, la idea misma de “posneoliberalismo” se funda en “la reivindicación de la dupla estado vs. mercado”, y en la creencia en una pretendida autonomía de lo político. No obstante, apunta: “El neoliberalismo no es el reino de la economía suprimiendo el de la política, sino la creación de un mundo político (régimen de gubernamentalidad) que surge como proyección de las reglas y requerimientos del mercado de competencia” (21). Luego, advierte: “Cuando se apela a la recuperación del estado se pretende separar abstractamente las secuencias «liberalismo-mercado-economía» de «desarrollismo-estado-política», y suponer, paso a paso, que lo segundo puede de por sí corregir y sustituir a lo primero. Pero este modo de plantear las cosas conlleva ya el riesgo de una reposición inmediata y general de relegitimación de un neoliberalismo «político», por falta de toda reflexión crítica sobre los modos de articulación entre institución y competencia (entre liberalismo y neoliberalismo). La renuncia a la singularidad en el diagnóstico trae como correlato políticas sin singularidad alguna respecto del desafío actual” (22).

Acto seguido, hace explícita la apuesta teórica y política de La razón neoliberal: “En cierto sentido en todo el continente se juega el mismo problema: ¿puede la reposición del estado y los nuevos liderazgos antiliberales superar al neoliberalismo? Defendemos la tesis de que sólo el despliegue contenido en los movimientos y revueltas de las últimas décadas en el continente anticipan nuevos sujetos y racionalidades que una y otra vez son combatidos a partir de la reintroducción de una racionalidad propiamente liberal desde la «recuperación del estado»” (23). Sin duda, un planteamiento polémico y audaz.

Tal y como propone Gago, considero imprescindible reivindicar la necesidad de singularidad en el diagnóstico, lo que pasa por reconocer, igualmente, los límites de la idea de “progresismo”. En el caso específico de Venezuela, si bien se pueden identificar, sin mayores inconvenientes, un conjunto de afinidades programáticas, tácticas e incluso estratégicas con los gobiernos “progresistas”, sin duda alguna que hay que subrayar sus diferencias, que pueden llegar a ser muy notables.

Claudio Katz (24), por ejemplo, refiriéndose al contexto latinoamericano durante el “ciclo progresista”, distingue entre gobiernos derechistas (que irónicamente suelen quedar fuera del análisis), centroizquierdistas y radicales. Aunque evidentemente no lograron hacerlo, solo estos últimos se plantearon realmente “una ruptura frontal con el neoliberalismo”. Por tanto, si de “pos-liberalismo” se trata, esa condición “solo correspondería a ese segmento radical y no al conjunto de Sudamérica”.

Katz discute con quienes defienden lo que llama la “tesis pos-liberal” y con quienes plantean la idea de un “Consenso de commodities”. En el caso de los primeros, el problema deriva “de una confusa utilización del propio concepto de pos-liberalismo. Se lo aplica en tantos sentidos, para aludir a tal diversidad de situaciones, que termina navegando en la indeterminación. No se sabe si define gobiernos, etapas o patrones de acumulación. La noción tampoco esclarece las políticas económicas en boga… En la acepción más corriente, el pos-liberalismo define un período superador del Consenso de Washington. Pero enfatiza el giro político hacia la autonomía, omitiendo la persistencia del patrón económico gestado durante la fase precedente”. En el segundo caso, se subraya el “predominio extractivista en la región, avalado por gobiernos de distinto signo, que reemplazaron la valorización financiera por la sumisión a la minería, el petróleo, la soja. En contraposición a la óptica pos-liberal, relativiza los cambios políticos y remarca las convergencias económicas conservadoras”.

Según Katz, ambas perspectivas incurren en el error de desconocer “las fuertes divergencias que separan a los gobiernos derechistas, centroizquierdistas y radicales, en todos los terrenos ajenos a la especialización en exportaciones básicas”. Acto seguido, advierte: “La principal dificultad aparece al momento de explicar las posturas soberanas o las reformas sociales que adopta un eje político radical, asentado en la mono-exportación primaria. Venezuela no logró erradicar la preeminencia del petróleo, Bolivia no se liberó de la centralidad de la minería o el gas y Cuba ha incrementado su atadura al níquel o el turismo. ¿Pero esa dependencia convirtió a Chávez, Evo o Fidel en presidentes afines a Fox, Uribe o Alan García? Las confusiones en este terreno conducen a caracterizaciones que identifican mecánicamente la gravitación de la agro-minería con el aumento de la dependencia política o la reversión neocolonial. En los casos más extremos, Evo Morales es presentado como un ‘extractivista neoliberal’ y Correa como un ‘agente del capital trasnacional’. El extractivismo es un concepto adecuado para ilustrar ciertos rasgos de la economía latinoamericana. Estas características condicionan el patrón de reproducción, pero no definen el carácter de un régimen político o la naturaleza de un gobierno”.

La propuesta de Katz es “integrar las dos dimensiones”, salvando, entre otros, el obstáculo que significa no ser capaces de distinguir entre gobiernos “progresistas”: “Las transformaciones políticas en la región aparecieron en un marco de continuada especialización primario-exportadora. Hay mayor diversidad de gobiernos y mayor predominio del mismo patrón de reproducción”. Al menos en parte, lo que está en juego es cómo analizar esta contradicción. Si bien es cierto que “el patrón de reproducción da cuenta de la estructura productiva y la inserción internacional de cada economía”, no es menos cierto que “los gobiernos deben ser caracterizados con otro instrumental. Emergen de la historia y tradición política de cada país, en correspondencia con las necesidades de las clases dominantes y los desenlaces de la lucha social”.

Integrar las dos dimensiones implica reconocer que ambas “están muy relacionadas y las mutaciones de un plano inciden directamente sobre el otro”. No obstante, esas mutaciones “no se procesan al mismo ritmo, ni en la misma dirección”. Así, un gobierno derechista “se amolda por completo al pilar neoliberal”, uno centroizquierdista “afronta conflictos” y otro radical “choca con esos fundamentos”: “En un caso prevalece la sintonía, en otro la convivencia y en un tercero la contraposición”. En resumen: “Los triunfos populares contra el neoliberalismo no determinan un paisaje posliberal y la continuada especialización primario-exportadora no diluye en un estatus común a todos los gobiernos”.

Para terminar, Katz se refiere a las “dualidades” presentes en América Latina, relacionadas con la dinámica de levantamientos populares “que no fueron derrotados, pero tampoco devinieron en revoluciones anticapitalistas triunfantes”. Importante acotar que esto lo escribe en enero de 2013, cuando no se ha cerrado el “ciclo progresista” (hecho que ubica alrededor del triunfo de Macri en Argentina, en 2015, luego de las derrotas en Honduras, Paraguay y Brasil), y no ha tenido lugar la “restauración conservadora” que, tan pronto como en 2019, entra en crisis, con las movilizaciones populares en Ecuador, Chile, Colombia, Haití y Puerto Rico, según ha planteado el mismo Katz recientemente (25). Entonces planteaba que hablar de “dualidades” no significa “indefinición”. Avizoraba que “las tendencias en pugna deberán dirimirse”. En el caso específico de los gobiernos radicales, como el de Venezuela, sostenía que “solo pueden alcanzar metas progresistas si se radicalizan, confrontan con las clases dominantes y comienzan a erradicar el patrón primario-exportador”. Por supuesto, Katz no sugería que fuera tarea sencilla, todo lo contrario, ni proponía fórmulas mágicas. Pero precisaba lo que consideraba una de las claves: “La llave maestra de este viraje se ubica en la transformación revolucionaria del estado. Si este giro se demora, los dominadores tendrán tiempo para inducir el declive de las experiencias radicales y forzar su derrocamiento o neutralización”.

Ciertamente, tal y como advierte Gago, la “reposición” del Estado, incluso si el liderazgo político levanta las banderas del “antiliberalismo”, no es garantía de nada, mucho menos si el punto de partida es la pretendida autonomía de lo político, y menos aún si no se comprende al neoliberalismo en tanto gubernamentalidad. Es cierto que esto puede conducir a una relegitimación del neoliberalismo por la vía estatal. Pero esto último está muy lejos de ser una fatalidad (lo que por cierto no sugiere Gago). Además, como bien apunta Katz, el análisis incurre en yerros insalvables si no se distingue entre los distintos gobiernos “progresistas”, por más que ninguno haya sido capaz de alterar el patrón de reproducción.

Partiendo de esta distinción entre los gobiernos “progresistas”, es decir, subrayando la singularidad de los distintos procesos, es posible desplazar el análisis del tema de la “reposición” al de la transformación del Estado. De hecho, en el caso específico venezolano, al hacer un balance de la experiencia de la revolución bolivariana, aparece bastante clara esta tensión permanente entre reposición y transformación.

Una “política del sufrimiento”

Abordar esta tensión entre reposición y transformación del Estado en el caso de la revolución bolivariana, pasa, por supuesto, por evaluar el lugar que ocupa el sujeto popular. Un texto de Didier Fassin, La patetización del mundo, ofrece algunas pistas de cómo encarar el asunto.

Fassin identifica una mutación en la manera como las desigualdades son representadas, en primer lugar, en los países más ricos del planeta, proceso que ubica en la última década del siglo XX. De profesión médico, pero también sociólogo y antropólogo, Fassin es un estudioso de lo que llama “el gobierno de la vida”, que refiere a “la aplicación de lo político en lo biológico”, inspirándose en la obra de Michel Foucault, y específicamente en su concepto de biopoder. A su juicio, para entender lo que ocurre en este “gobierno de la vida” se hace “necesario abordar la cuestión a partir de los procesos de subjetivación… a través de los cuales se representa el mundo social, y se muestran, de manera caricaturesca, las desigualdades sociales” (26).

En tal sentido, describe la trayectoria que va desde una “política de la piedad”, expresión que toma de Hanna Arendt, a una “política del sufrimiento”. Muy esquemáticamente, la “política de la piedad” tendría su origen en la preocupación por “las desigualdades profundas y violentas que caracterizan al mundo moderno, industrializado y urbanizado”, la llamada “cuestión social”, que cobra fuerza a partir de la Revolución Francesa, y que suscita “una forma específica de conciencia política que diferencia la sociedad entre unos ricos que pueden alcanzar hasta la felicidad y unos pobres que sobreviven en la miseria”. Esta preocupación por lo social, y la “conciencia política” que se deriva de ella, tiene su correlato en políticas (de salud pública, por ejemplo), y a la vez se traduce en formas muy específicas de representar lo popular: “masas pobres que padecen en sus cuerpos la dominación y explotación del capitalismo” (27). De hecho, esta “política de la piedad”, considera Fassin, tendría dos características:

  1. “La primera se refiere al cuerpo, es decir, al deterioro físico relacionado con la pobreza, la dominación y la explotación”
  2. “La segunda concierne a grupos indiferenciados, los pobres, los proletarios, las masas, es decir, una colectividad sin cara” (28)

Fassin identifica este paso de una “política de la piedad” a una “política del sufrimiento” precisamente en ese registro: “por un lado, un padecimiento síquico, un dolor moral, no tanto concerniente al cuerpo, como a la mente; y, por otro lado, una visión del individuo como ser sufriente”. Esta inflexión es muy significativa, y tiene profundas implicaciones políticas: “Lo primero no es algo definido que se objetive claramente y por lo tanto no se puede medir, lo que implica que no se represente en términos de desigualdad social, sino de experiencia subjetiva; lo segundo no es una realidad colectiva indistinta, sino más bien de una entidad incorporada en una persona de carne y hueso que sufre en su intimidad síquica y su identidad moral. Este doble movimiento de psicologización y de individuación corresponde a lo que se puede calificar como una patetización del mundo, es decir, una representación patética de las desigualdades sociales y la introducción del pathos en lo político” (29).

¿Cuándo y dónde se expresa esta “política del sufrimiento”? Fassin la identifica de manera clara en la retórica política y académica de la Francia de los 90, pero también en Estados Unidos y América Latina, y la ilustra, por ejemplo, la cuasi desaparición de la palabra “desigualdad” y su sustitución por el término “exclusión”. Es decir, “los pobres se convirtieron en excluidos”. Advierte Fassin: “Este cambio de vocabulario no es anecdótico. Por el contrario, es revelador de una nueva representación del espacio social, de una nueva topografía simbólica de la sociedad”. Pero, ¿quiénes son los excluidos? “Aunque el núcleo es representado por los ‘nuevos pobres’, especialmente por los ‘desempleados de larga duración’, incluye también a todos los que por una razón u otra se encuentran en ruptura con el ‘lazo social’, para utilizar la expresión milagrosa bajo la cual se integran ahora todas las demás categorías de personas con dificultades sociales: inmigrantes, minusválidos, personas viejas, enfermos del SIDA, etc.” (30). Casi podría resumirse: las “víctimas” del neoliberalismo.

Dos rasgos caracterizan a esta noción de exclusión, de acuerdo a Fassin: “un abordaje psicológico, a menudo mezclado con una dimensión cultural, y una individuación de los excluidos”. Esta “psicologización” de la desigualdad eventualmente deriva en una “reprobación de las víctimas”, como ocurre frecuentemente en Estados Unidos, por ejemplo, en el caso de “las mujeres negras solteras con niños” o de “los padres negros designados como irresponsables”. Respecto de la “individuación”, Fassin apunta que “la retórica social insiste en que cada historia es singular, única”. Los excluidos son también los “perdedores” de la sociedad: “Puede ser la de la mujer proletaria sin calificación profesional que se divorcia y se encuentra sin recursos y sin techo, pero también la del ejecutivo que pierde su trabajo y cae en la miseria extrema. Los numerosos programas de televisión sobre el tema muestran cada vez la diversidad, es decir, la singularidad de los itinerarios que conducen a la exclusión” (31).

Esta “política del sufrimiento” procede mediante la “victimización y singularización de los excluidos”. Y este doble movimiento “define una nueva forma de subjetivación de las desigualdades sociales”. Resume Fassin: “La exclusión, como representación del espacio social, y el sufrimiento, como representación de la condición humana, se corresponden hoy, como se correspondían anteriormente la pobreza y la piedad”. Lo que Fassin define como “razón humanitaria”, como veremos más adelante, sustituye progresivamente, aunque sin desplazarla por completo, a esta “ideología humanitaria clásica”, asociada a la “política de la piedad”: “Hay sectores de resistencia a estas representaciones del mundo social. Sin embargo, el cambio es marcado, rápido y decisivo” (32).

De nuevo, la sustitución del vocablo “desigualdad” por el de “exclusión” no es un simple desliz retórico, sino el correlato en el vocabulario político, científico, y también económico, de una racionalidad según la cual es “prácticamente imposible luchar contra las desigualdades”, en todo caso “contra sus consecuencias más visibles”. Así, por ejemplo, instalada esta racionalidad en el sentido común, las formas muy específicas que asume la explotación bajo el régimen neoliberal, como la “precarización y la reducción del empleo, tienen cada vez más aceptación” (33).

Esta gubernamentalidad neoliberal tiene, claro está, su correlato institucional. Fassin emplea el ejemplo de los “lugares de escucha”, creados en Francia durante la década de los 90, y que fueron “el resultado de una reflexión nacional sobre las cuestiones ligadas a la pauperización creciente de algunos sectores de la población, al desarrollo de las violencias urbanas y a los comportamientos desviados”. Manejados por organizaciones privadas con financiamiento público, estaban originalmente concebidos para que los “jóvenes errantes” o “consumidores de drogas” (según el vocabulario oficial) pudieran ir, estar un rato, compartir entre ellos o, si fuera el caso, ser “escuchados” por un psicólogo o un trabajador social. Sin embargo, un estudio concluyó que muy pocos de estos jóvenes querían ser “escuchados”, y de hecho la mayoría de quienes asistían pertenecían “más a sectores populares que a sectores excluidos”. Con todo, estos lugares permitían “tanto al poder local como al estatal mostrar a la población que hacen algo contra el deterioro de la vida, la violencia urbana y los descarríos juveniles”. Pero más allá de todo esto, lo que instituciones de esta naturaleza revelan es la racionalidad inherente a la “política del sufrimiento”: “Más que considerar a los pobres como víctimas de situaciones de dominación, explotación y discriminación (cuando eran de origen extranjero), se les percibe como seres sufrientes a los cuales se debe escuchar y reconocer como humanos para restaurar su dignidad, no pudiendo proponerles un mejoramiento de sus condiciones objetivas de existencia” (34).

Fassin afirma que esta “política del sufrimiento” tiene alcance global. Pero no se expresa de la misma manera en todas partes. Así, por ejemplo, tenemos el caso del “papel que juega el humanitarismo médico en la política internacional, especialmente en el manejo de conflictos… Las guerras recientes de Yugoslavia, de Somalia y de Rwanda muestran claramente cómo las acciones humanitarias pueden reemplazar a la política. La legitimidad del ser sufriente se convierte en última instancia en el criterio político o, mejor dicho, en el criterio político confesable, porque simultáneamente, algunos intereses económicos y estratégicos, mucho menos confesables, permanecen incólumes. Pero si la legitimidad del ser sufriente y la política del sufrimiento que se deriva de ésta corresponden a realidades globales, hay que añadir también que en el mundo contemporáneo son realidades muy diferenciadas. La subjetivación de las desigualdades sociales es, en sí misma, extraordinariamente desigual”. Una cosa es “el padecimiento del piloto norteamericano públicamente humillado por el ejército enemigo” y otra muy distinta “el padecimiento de las decenas de miles de militares iraquíes que morían bajo el bombardeo de su país”. En ambos casos se trata de víctimas que padecen, pero a juzgar por la cobertura de los medios occidentales, tal pareciera que unos son más víctimas o padecen más que otros. En suma, unos son más humanos que otros: “La traducción de esta diferencia de sensibilidad es cínicamente estadística. Si se hace referencia al nivel de precisión de la contabilidad de los muertos, se constata que la vida de un hombre de las fuerzas aliadas tenía mayor existencia que la vida de cualquier otra persona sobre el territorio iraquí. Y si se juzga por el tratamiento diferencial de las dos vidas, parecería que éstas no se inscribieran en la misma escala de valores, ni pertenecieran a la misma humanidad” (35).

En relación con esto último, en un artículo intitulado El irresistible ascenso del derecho a la vida, Fassin ha formulado el concepto de “biolegitimidad” o “legitimidad de la vida” (36). Lo ha hecho, una vez más, partiendo de la tesis de Foucault “según la cual la modernidad política de las sociedades occidentales se caracterizaría por el paso, hacia el siglo XVIII, del poder soberano al biopoder, dicho de otro modo, del ‘viejo poder de dar la muerte’ al ‘poder de hacer vivir’. Según él, mientras la soberanía consistía, en última instancia, en el derecho a matar, el biopoder se inmiscuye, mediante el conocimiento y la acción, en los intersticios de la vida a los que erige en el objeto mismo de la política”. Pero, en realidad, y “contrariamente a lo que se infiere en general de la misma etimología de la palabra, el filósofo francés se ha interesado poco en la vida” (37), advierte Fassin.

Lo que se deduce de esta advertencia, y del mismo concepto de “biolegitimidad”, entre otras cosas, es precisamente que hay vidas más legítimas que otras, es decir, que en nombre del derecho a la vida lo que predomina es un tratamiento diferencial de la vida humana. Así, plantea Fassin, “la biolegitimidad, entendida como el valor atribuido a la vida como bien supremo, constituye un rasgo dominante, pero no uniformemente aceptado, en la construcción de lo que podría considerarse una comunidad ética internacional constituida alrededor de los derechos humanos y también de una razón humanitaria. A este respecto, que, desde hace algunos años, la Organización de las Naciones Unidas haya considerado el derecho de injerencia para salvaguardar a poblaciones en situación de peligro como un principio superior al de soberanía, heredado del tratado de Westfalia en el siglo XVII, muestra bien la importancia estratégica y la significación política de dicha razón humanitaria, ahora invocada incluso para justificar guerras. La cuestión que está en el núcleo del argumento humanitario así desarrollado – su última razón de ser – consiste en salvar vidas – vidas físicas de las personas amenazadas –” (38). Esto en el caso extremo de un conflicto bélico. Pero no se trata solo de que apelando a la “razón humanitaria” se aniquile a poblaciones enteras. Es decir, no solo se “hace morir” de manera “legítima” en nombre de la vida.

Además, mientras el derecho a la vida es asumido como “un imperativo moral absoluto”, sucede que “los derechos económicos y sociales quedan relegados a un plano secundario” (39). Por tanto, el predominio de esta “razón humanitaria”, de esta “patetización del mundo” que trae consigo la “política del sufrimiento”, a su vez característica de la gubernamentalidad neoliberal, tiene como efecto político el encubrimiento de la desigualdad, tanto como la producción de nuevas desigualdades.

La tensión inclusión/participación

Entre otras cosas, el valioso aporte de Fassin es una oportunidad para insistir en la importancia de la obra de Verónica Gago, que puede ser interpretada como un notable esfuerzo por expulsar el pathos de lo político, realizando un análisis de la gubernamentalidad neoliberal que no solo prescinde de, sino que rechaza frontalmente las representaciones del mundo social que apelan a la victimización y singularización de los “excluidos”.

En un hermoso pasaje de La razón neoliberal, Gago apunta: “Contra la interpretación victimista de las economías populares, que sólo las leen como formas de exclusión, la informalización de la economía emerge, sobre todo, de una fuerza de desempleados y mujeres que puede leerse como una respuesta «desde abajo» a los efectos desposesivos del neoliberalismo. Podemos sintetizar, un pasaje: del padre proveedor (la figura del trabajador asalariado, jefe de familia, y su contraparte: el estado proveedor) a figuras feminizadas (desocupados, mujeres, jóvenes y migrantes) que salen a investigar y ocupar la calle como espacio de sobrevivencia y, en esa búsqueda, expresan la emergencia de otras lógicas vitales. En ese pasaje, a su vez, se produce una nueva politización: son actores que toman la calle como espacio público cotidiano y doméstico al mismo tiempo, rompiendo con la clásica escisión topográfica de lo privado como privado de calle, de público. Su presencia callejera hace mutar el paisaje” (40).

Relacionado con lo anterior, y retomando el problema que introducía, para dejarlo en suspenso, al inicio del aparte precedente, no es posible encarar la cuestión de la tensión entre reposición y transformación del Estado, dejando de lado al sujeto popular, y su singular “vitalismo” en el contexto de la revolución bolivariana.

Hipótesis de trabajo: la tensión entre lo que Fassin llama “ideología humanitaria clásica” y “razón humanitaria” atraviesa desde sus inicios la tentativa revolucionaria bolivariana. De hecho, está muy presente ya en los años 90, la “década virtuosa de la política venezolana” (41), por ser el momento de la fragua del chavismo en tanto sujeto popular, y a pesar de que, como en casi toda América Latina, fue una “década perdida” en lo económico, como consecuencia de la aplicación del recetario neoliberal, conforme a los dictados del Consenso de Washington. La gravitación entre una y otra racionalidad determinará el mayor o menor énfasis puesto en la transformación del Estado.

Visto el estado actual de las discusiones sobre la revolución bolivariana, es evidente que no se ha insistido lo suficiente en la “revolución teórica” que supuso la idea-fuerza de democracia participativa y protagónica. Chávez se refiere a ella como una “ruptura epistemológica”, como “el ‘puente’ que permite pasar de la democracia a la revolución” o que “permite que, sin dejar de ser democracia, se pase a la revolución” (42). Presente en los documentos fundacionales del Movimiento Bolivariano Revolucionario Doscientos (MBR-200), se trata de una idea-fuerza que aportará a la definición de las sucesivas propuestas programáticas del movimiento, pero que, además, y esto lo decisivo, determinará la relación con las mayorías populares. Al menos lo más lúcido del liderazgo bolivariano dejará de concebir al pueblo venezolano como sujeto pasivo, como “víctima” del neoliberalismo, y comenzará a entenderlo como sujeto protagonista, pero sobre todo como un “igual”. En otra parte he llamado a esto “política de los comunes”: “la relación entre militantes revolucionarios y pueblo resulta en una política de los comunes, que implica a su vez tanto una repolitización de la militancia (que se ve obligada a desaprender la vieja cultura política, tributaria de la lógica de la representación), como una politización popular en clave protagónica” (43).

Sin sopesar las implicaciones de esta “revolución teórica”, los significativos efectos que tendrá en la cultura política de las mayorías populares, es decir, sin tomar en cuenta esta suerte de punto de partida histórico, con todo lo que supone en términos de ruptura con una racionalidad política fundada en la lógica de la representación (lo que no desdice, en lo absoluto, de la persistencia de líneas de continuidad), sencillamente no hay manera de comprender el proceso de subjetivación popular que conduce, en primer lugar, a la emergencia del chavismo, y luego a la victoria electoral de Chávez en 1998, la elección de una Asamblea Nacional Constituyente, la redacción de una nueva Constitución y su aprobación mediante referendo popular en 1999, el contragolpe popular de abril de 2002, la resistencia popular frente al paro-sabotaje petrolero y lock out empresarial de finales del mismo año e inicios de 2003, la victoria en el referendo de 2004 (estando en juego la continuidad de Chávez en la Presidencia), y en general las movilizaciones populares que derrotaron todas y cada una de las tentativas destituyentes del antichavismo de los primeros años de revolución. La radicalidad de la revolución bolivariana gravita en torno a esta idea-fuerza de democracia participativa y protagónica.

Es en este clima de intensa movilización y protagonismo populares, que Chávez convoca a Constituyente, aprueba en 2001, por vía habilitante, las primeras leyes orientadas a recuperar la soberanía en lo económico, como la Ley Orgánica de Hidrocarburos y la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario; y, una vez logrado el control de la industria petrolera, que funcionaba como “un Estado dentro del Estado”, inicia un proceso orientado a saldar la “deuda social”, como la calificará en reiteradas ocasiones, fundamentalmente a través de la creación de “Misiones”, suerte de institucionalidad paralela y, eventualmente, alternativa al Estado, germen de una “nueva institucionalidad”, que permitiría al Estado Democrático y Social de Derecho y de Justicia en ciernes, garantizar el libre ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales de toda la población.

Con la creación de las “Misiones”, en tanto que correlato institucional de la democratización en la distribución de la renta, se inicia la que sin duda alguna será la “década ganada” por las mayorías populares. Pero si bien es cierto que, más allá del liderazgo de Chávez y del esfuerzo del funcionariado, su existencia hubiera sido inconcebible sin el protagonismo popular, es igualmente cierto que, de manera progresiva, fue haciéndose evidente la tensión entre el pueblo protagonista y el pueblo “excluido”, éste último concebido como simple “beneficiario”, como sujeto receptor de la “asistencia” estatal.

En El chavismo salvaje (44) hice un ejercicio de registro de algunas de las muy variadas formas que asume esta tensión. De hecho, fue a partir de su análisis que recurrí al concepto de “gubernamentalidad” (45), convencido de que debíamos construir un nuevo instrumental teórico que nos permitiera encarar el desafío de la transformación del Estado. Fue también a partir del análisis de esta tensión entre protagonismo y exclusión que fueron surgiendo conceptos como “oficialismo” (46), que puede ser entendido como el sujeto que, en lugar de sumarse a la tarea de transformar el Estado, se conforma con administrar el estado de cosas, tributa a la lógica de la representación, se siente incómodo lidiando con el pueblo protagonista, no está dispuesto a renunciar a los privilegios que entraña su papel de administrador y distribuidor de la renta, favoreciendo, para tales fines, las tradicionales prácticas clientelares y asistencialistas. Igualmente, el concepto de “gestionalización de la política” (47), que es lo que ocurre cuando el oficialismo hace ejercicio de la política, vaciándola de todo contenido popular transformador, expropiando la soberanía popular, refugiándose en la misma institucionalidad que es preciso transformar.

Entonces sugería que el punto de inflexión puede ubicarse alrededor de 2007 (48), cuando comienza a manifestarse nítidamente este doble fenómeno de protagonismo creciente del “oficialismo” y de tendencia a la “gestionalización de la política”. La historia, por supuesto, no es lineal, y lo que en aquel momento podía identificarse como una tendencia no podía, sin embargo, ser evaluado en lo absoluto como algo irreversible. Así, por ejemplo, más o menos por la misma época, Chávez orienta la creación de los consejos comunales, concebidos como espacios de autogobierno popular, y poco después alienta la creación de Comunas. Más adelante, en 2011, en un esfuerzo por relanzar las “Misiones”, crea la Gran Misión Vivienda Venezuela, cuyo pilar ideológico fundamental es la autogestión popular. En cada caso, la discusión de fondo era siempre la misma: cómo transformar el Estado, cómo darle rienda suelta al protagonismo popular en el ejercicio de gobierno, y los obstáculos que inevitablemente se presentan cuando está en marcha una empresa de tales magnitudes.

Un lúcido trabajo de Rebeca Gregson y José Romero-Losacco pone el acento en esta tensión “inclusión/participación” (49). Afirman: “Tras las elecciones presidenciales de 2006, la reelección de Hugo Chávez y la creación del nuevo partido, se observa un punto de inflexión. La relación no-armónica entre inclusión y participación comienza a hacerse cada vez más evidente, terminaba la luna de miel entre Estado y movimientos. Lo que fuera en un momento el matrimonio entre políticas de participación y políticas de inclusión comienza cada vez más a inclinarse hacia el lado de las últimas por encima de las primeras. Aunque la participación nunca ha salido del orden de los enunciados, en el orden del discurso la inclusión ha tenido un rol predominante, un devenir cuya condición de posibilidad lo protagoniza el alza de los precios del petróleo”. Más adelante, complementan: “De la mano de precios moderados primero y elevados posteriormente, el periodo 2006-2013 vio consolidarse al orden discursivo de la inclusión. El detalle está en que todo orden discursivo requiere de un sujeto y un objeto de enunciación. El sujeto de enunciación es el agente que se dirige hacia el objeto y lo tematiza, lo ordena, lo construye como objeto, así es inventado el sujeto excluido como objeto de las políticas de inclusión”.

El sujeto de enunciación vendría a ser el “oficialismo” retratado en El chavismo salvaje. El objeto es el “excluido”. Escribe Romero-Losacco: “El excluido fue inventado, así como fue inventado el otro pagano, bárbaro, subdesarrollado y/o pobre. El excluido es el nuevo descubrimiento/invención de aquellos que, habitando la casa del ser, pueden definir cuál es el adentro y cuál el afuera. El discurso de la inclusión implica la construcción del excluido en tanto que fuera del lugar donde habita el ser, quien incluye tiene el poder para hacerlo y tiene el poder para decir quién o quiénes están afuera. Quien incluye construye la imagen de quién es el incluido e impone a estos cómo han de pensarse a sí mismos como excluidos” (50).

Esta “retórica de la inclusión” que analizan Gregson y Romero-Losacco es totalmente congruente con lo que Fassin define como “razón humanitaria”. Procediendo conforme esta racionalidad, el oficialismo concibe al “poder popular” como el “destinatario” de estas políticas de inclusión, y no como protagonista; en otras palabras, es visto “como un sujeto sumiso, pasivo, comprado por la beneficencia estatal y su gran aparato petrolero, convirtiéndose en un número más dentro de los logros de la revolución y no un agente clave para propiciar los cambios que éste requería”. No obstante, es preciso insistir, “esta perspectiva ha convivido con un creciente proceso de politización del pueblo venezolano, que ha tomado las riendas de construcción del poder popular ensayando procesos de cogestión con el Estado, pero también, en muchos otros casos, experiencias autogestionarias que se encuentran en clara disputa con éste”.

Tras enumerar distintas iniciativas, como los consejos comunales (la participación entendida como “acción política ligada a la toma de decisiones sobre el espacio y la vida en común”), las Comunas y las Empresas de Propiedad Social Directa Comunal, entre otras, Gregson y Romero-Losacco resaltan la importancia del “Golpe de Timón”, como es conocida popularmente la intervención que realizara Hugo Chávez en consejo de ministros del 20 de octubre de 2012, suerte de testamento político: “clamando por darle centralidad a las Comunas como agentes de construcción y decisión, insta a hacer un viraje hacia la profundización del poder popular a través de la apuesta comunal. Un cambio que exigía la aplicación de políticas de participación y no de inclusión. Un esquema donde los que son excluidos no se incluyen, sino que se realizan desde la conciencia del no-ser, se asumen a sí mismos en su propio sistema de creencias y prácticas. Esto refleja la intención de producir un desplazamiento desde las políticas de inclusión, colocando el foco nuevamente en la participación para la construcción de comunidad, todo esto en un momento en el que comienzan a prefigurarse las actuales circunstancias económicas y sociales en las que se encuentra el país”.

Si bien en 2013, durante el primer año del gobierno de Nicolás Maduro, se produce un repunte en la creación de Comunas, entre los años 2014 y 2017, y en un contexto de agravamiento de la crisis económica, el Gobierno responde con “una intensificación en la aplicación de las políticas de inclusión”, en particular en las áreas de educación, vivienda y alimentación. En tal contexto, en 2016, son creados los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), que utilizan “el acumulado orgánico sostenido gracias a la participación para facilitar el acceso a los alimentos de primera necesidad y a bajo costo”. A juicio de Gregson y Romero-Losacco, “se desdibuja la participación como acción y política, así como el poder popular como actor de construcción de la sociedad, y se radicaliza su papel como facilitador de la política asistencial del Estado”. Pero si bien los CLAP pueden “representar un obstáculo para el avance cualitativo de algunas experiencias del poder popular”, no es menos cierto que también han surgido “propuestas productivas y de distribución de alimentos” de carácter autónomo, así como se han fortalecido organizaciones populares que “han podido encontrar mayor interés en la comunidad para participar en propuestas productivas autogestionadas, y con mayores posibilidades de colocación de sus productos, dada la reducción de la oferta de algunos productos que satisfagan la demanda existente”.

En efecto, alrededor de 2016 es posible identificar un nuevo punto de inflexión. En marcado contraste con el precedente (que ha tenido lugar una década antes), éste tiene lugar en un contexto de severa contracción de la renta. A partir de entonces, la palabra “protección” colonizará la retórica oficial. Así, el conjunto de políticas sociales será concebido como una forma de “proteger” a la población “víctima”, por ejemplo, de la “guerra económica”. En otras palabras, se produce una entronización de la “razón humanitaria”.

El antichavismo y la “razón humanitaria”

El antichavismo, por su parte, siempre antagonizó con lo que, siguiendo a Fassin, y a falta de mejor término, podemos llamar la “ideología humanitaria clásica”. Reconocerle alguna legitimidad implicaba, por la vía de los hechos, hacer lo propio con un Gobierno y, sobre todo, con un sujeto popular que, de plano, consideraba ilegítimos. En última instancia, reconocer no solo la legitimidad, sino incluso la existencia del pueblo chavista, significaba conceder que éste había sido la resultante histórica de la desigualdad predominante en la sociedad venezolana, desigualdad que se había politizado de manera “salvaje”. Por eso, para decirlo con Claudio Katz, optó por la “contraposición” total.

No por casualidad, esta dinámica de “contraposición” adquiere un cariz más moderado justo cuando se produce el primer punto de inflexión de la revolución bolivariana, haciéndose nítida la tensión entre inclusión y participación. Entonces, el antichavismo apela a una retórica más “inclusiva”, intentando establecer alguna relación de interlocución con el malestar popular. Se muestra interesado por el destino de los “pobres” y, sin hurgar demasiado, por las desigualdades que persisten como consecuencia de la “ineficiencia” gubernamental. Años más tarde, luego de encajar sucesivas derrotas, y conforme se fue agudizando la crisis económica, sobre todo a partir de 2015, hace suya la retórica de la “razón humanitaria”. Procede, como he analizado en otra parte, a la “humanitarización” de la política (51).

Siguiendo a Carl Schmitt, Daniel Bensaïd se refería a la “disolución de la política en lo humanitario” y sus peligrosas implicaciones: “Para Schmitt, elevar la humanidad a la condición de instancia suprema del derecho es el complemento lógico del individualismo ético. La política ordinaria instrumentaliza su universalidad abstracta por medio de una «impostura universal». Surge entonces «la posibilidad de una aterradora expansión y de un imperialismo asesino». Eso es lo que consiguen ante nuestros ojos la reivindicación de la injerencia humanitaria (donde el deber – moral – sustituye subrepticiamente al «derecho» jurídico) y la proclamación de una guerra ética presentada como cruzada: «Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no es a una guerra de la humanidad» a lo que se asiste, sino a un trastrocamiento del concepto de universal. La invocación a la humanidad como legislador supremo demuestra ser «instrumento ideológico particularmente útil a las expansiones imperialistas». Bajo su forma ética y humanitaria, la guerra se convierte en «un vehículo del imperialismo económico» que «niega al enemigo su condición humana», lo declara «fuera de la ley y de la humanidad» y lleva su propia lógica «a los límites de lo inhumano». No es de extrañar que este enemigo, excluido de la especie, sea regularmente objeto de un discurso de bestialización y de actividades secretas diversas. Por un siniestro juego de espejos, la despolitización del conflicto produce a cambio una despolitización de la «víctima humanitaria». Negada como actor político, se ve reducida a la desnudez pasiva de los cuerpos sufrientes y martirizados” (52).

En el caso del antichavismo, la “humanitarización” de la política es total, y se expresa de múltiples formas, siendo las más evidentes la apelación a la existencia de una “crisis humanitaria”, que legitimaría tanto la “asistencia humanitaria” como la “intervención humanitaria” (53). En tales casos, resulta clara la aplicabilidad del análisis que realizaba Fassin a propósito de la “biolegitimidad”: en nombre del derecho a la vida, y en respuesta al padecimiento de la “víctima humanitaria”, se pretende legitimar no solo la guerra, sino numerosas medidas coercitivas unilaterales que producen un enorme perjuicio en la población, quedando expuesto, una vez más, el cínico tratamiento diferencial de la vida humana. Más aún, en los casos extremos de las oleadas de virulenta violencia antichavista de 2014 y 2017, este tratamiento diferencial de la vida llega al límite de la inhumano, parafraseando a Schmitt, bestializando al pueblo chavista, más o menos de la misma forma que ya lo hacía durante los primeros años de revolución, solo que ahora linchando y prendiendo en fuego a personas “sospechosas” de ser chavistas, es decir, haciendo sufrir y martirizando a las mismas “víctimas humanitarias” que reclama defender (54).

Esta “humanitarización” de la política es directamente proporcional a la agudización de la crisis económica: en la medida en que el Estado ve rebasada su capacidad para garantizar el libre ejercicio de derechos (produciéndose una desciudadanización de facto, esto es, pérdida de derechos o creciente dificultad para su pleno ejercicio y disfrute, en particular de los derechos económicos) (55), avanza la despolitización del conflicto y con ella la despolitización de la “vida humanitaria” a la que hacía referencia Bensaïd. Su correlato mediático es la proliferación del “periodismo exploitation” (56), dedicado a narrar la tragedia de las “víctimas humanitarias”, asumiendo el periodista el rol de “testigo” (57). Mirado a través del prisma de la “razón humanitaria”, se construye un relato sobre el fenómeno migratorio que convierte a los emigrantes, automáticamente, en “refugiados”, aplicando, una vez más, un tratamiento diferencial: no será lo mismo el “refugiado” en Colombia, Ecuador o Perú que el “refugiado” en Estados Unidos o España, y un “refugiado” venezolano en España no será equivalente al migrante de origen africano, de la misma forma que el “refugiado” venezolano en Estados Unidos no será equivalente al migrante de origen centroamericano. Otro índice de “humanitarización” es la multiplicación de organizaciones de diversa índole que actúan como gestoras del sufrimiento, dando de comer a personas en situación de calle o haciendo recolectas de medicinas para centros de salud, entre otras iniciativas de idéntico signo (58).

La retórica “humanitaria”, que impregna el vocabulario político, periodístico y académico, es particularmente notoria en el económico: no solo abundan las referencias a una realidad que se considera casi inenarrable, por lo trágica, apelando con frecuencia a un lenguaje que raya en lo escatológico, sino que, en ninguna otra oportunidad, durante los últimos veinte años, habían circulado con tanta naturalidad las ideas asociadas a la vulgata neoliberal. De hecho, la naturalización de estas ideas, el terreno que han venido ganando en el sentido común, puede ser interpretada, al mismo tiempo, como causa y consecuencia de los fenómenos de desciudadanización y despolitización ya mencionados: la primera contribuye a crear las condiciones de posibilidad de la segunda, a partir de la cual se construye una explicación sobre la desciudadanización, que tiene como efecto mayor despolitización, en un movimiento que describe un círculo vicioso.

Así, por ejemplo, desde esta perspectiva, y en apretada síntesis, la severa crisis económica actual tendría como origen el “modelo” que hizo posible la “década ganada”, que será traducida como un momento en el que imperó el “despilfarro” de la renta, y que no solo impuso controles que constreñían y cercenaban las libertades económicas, sino que nacionalizó y expropió a diestra y siniestra empresas y bienes que luego fueron gestionadas, las primeras, de manera ineficiente, y usufructuados o abandonados los segundos.

Aguas abajo, allí donde “sobrevive” la población desciudadanizada y despolitizada, este sentido común asumiría la forma de una desconfianza raigal en el Estado (ya no muy lejos, sino en las antípodas de cualquier voluntad transformadora), la veneración del empresariado “exitoso”, la añoranza por la “buena vida”, la idealización de la competencia, la normalización del cálculo subordinado a la lógica del beneficio de sí mismo y del más pequeño entorno, la nostalgia por la nacionalidad arrebatada, el deseo de mano dura contra la delincuencia, la aspiración de convertirse en un “emprendedor”, es decir, en una persona propietaria o responsable de sí; en suma, el tipo de subjetividad que suscita la gubernamentalidad neoliberal.

Una vuelta de tuerca

Esta vulgata neoliberal, cuando circula en pequeños espacios académicos y políticos, cuidándose mucho estos últimos, incluso, de exponer públicamente sus verdaderos propósitos y convicciones, no solo resulta prácticamente inocua, sino objeto de mofa. Así sucedió en Venezuela hasta hace relativamente poco. De hecho, era práctica corriente referirla con ánimo pedagógico, para ilustrar todo lo contrario de lo que el chavismo logró cimentar como cultura política.

Pero cuando es el Estado el que decide “replegarse” del mercado, en parte forzado por circunstancias ciertamente muy adversas, pero también porque una parte de la clase política chavista está convencida de que no hay otra alternativa, ya sea por pragmatismo o por convencimiento ideológico, entonces esta vulgata neoliberal se convierte en una verdadera amenaza.

La cuestión es que, como he tratado de argumentar, la retórica económica neoliberal es apenas una dimensión de toda una racionalidad que atraviesa el cuerpo social, que tiene sus correlatos en lo político, en lo cultural, que suscita un tipo muy específico de subjetividad, y que tributa a poderes económicos fácticos globales y locales, monopólicos u oligopólicos. Al producirse este fenómeno de “humanitarización” de la política, al comenzar a prevalecer esta “razón humanitaria”, lo que ha hecho es transparentarse esta racionalidad asociada a la gubernamentalidad neoliberal que, como bien apunta Gago, posee una dinámica inmanente, en el sentido de que, allí donde se “repliegan” las fuerzas que le hacen de contrapeso, estos poderes económicos fácticos, a través de una serie de mecanismos de poder y saber, actúan a sus anchas.

De nuevo, ciertamente en circunstancias muy adversas, el Estado ha decidido “replegarse” del mercado alrededor de 2016, relajando o levantando de manera progresiva los controles en el campo económico, lo que coincide con el momento en que se produce el segundo punto de inflexión ya referido, y comienza a predominar el discurso de la “protección”. Dadas sus implicaciones, e incluso si se valoran como inevitables, tiene que concederse que se trata de movimientos regresivos en lo estratégico, aun si hubieren contribuido a garantizar la permanencia en el poder.

Entendiendo que el Estado es un instrumento de dominación de clase, y que la lucha de clases se expresa al interior del Estado venezolano, sin olvidar el hecho de que parte de la estrategia del soberano imperial estadounidense es hacer inviable su funcionamiento (59), pero a su vez entendiendo que el Estado es “el efecto móvil de un régimen de gubernamentalidades múltiples” (60) que lo tensionan (inclusión/participación), y que el neoliberalismo, más que un conjunto de recetas económicas, es una gubernamentalidad, lo que ha venido produciéndose en Venezuela, en particular desde 2016, es una vuelta de tuerca que tiende a la “reposición” y posterga la tarea de transformación del Estado.

Lejos de cualquier fatalismo, la apuesta es construir un instrumental analítico que nos permita comprender el problema, es decir, hacernos de unos conceptos que nos permitan plantear el problema de manera correcta. Considero que el aporte de los autores y las autoras trabajados en este análisis apunta en esa dirección.

Sobre la vuelta de tuerca que se ha producido alrededor de 2016, un par de comentarios adicionales. Ciertamente, el control del mercado no es algo que pueda decretarse, puesto que la capacidad real de control depende directamente de la correlación de fuerzas. Pero la opción no puede ser “liberalizarlo”, confiando en su “autorregulación”. De hecho, habría que comenzar por cuestionar esta retórica que tanto se ha naturalizado, y que es de talante inequívocamente neoliberal: no se trata realmente de “controlar el mercado”, sino de democratizarlo, manteniendo a raya a las fuerzas capitalistas monopólicas u oligopólicas, que son las que controlan de facto el mercado “liberalizado”. Y para hacerlo, es preciso regular su funcionamiento, garantizando el acceso de todas las fuerzas económicas, comenzando por las mayorías populares. Cualquier decisión táctica en sentido contrario no puede comprometer lo estratégico, y no solo tiene que ser informada y explicada suficientemente, sino sobre todo discutida y analizada por y con el conjunto de la sociedad. La interlocución política con las mayorías populares no puede desaparecer. No se puede subestimar su inteligencia, lo que pasa, por cierto, por ser escrupulosamente cuidadosos con la retórica, que mal empleada puede sembrar confusión y desaliento.

En cuanto a la “protección”, hay que comenzar por reconocer su impronta conservadora. El solo hecho de verificar su relación de familiaridad con la “razón humanitaria” tendría que ser suficiente para erradicarla del discurso político, lo que implica no tanto que desaparezca de la retórica, sino del ejercicio de la política. Tal y como está concebida, dada la racionalidad a la que está asociada, no puede más que tributar a la desciudadanización y a la despolitización. Partiendo de la idea de “víctimas”, de sujetos pasivos, susceptibles de “inclusión” y “protección”, a quienes se les desconoce su potencial transformador, su voluntad protagónica, es sencillamente imposible hacer política revolucionaria para las mayorías populares.

Luego, es preciso identificar y combatir todas manifestación de “razón humanitaria” en el chavismo. En la fase actual de la “batalla de las ideas”, hay pocos frentes más importantes. Así, por ejemplo, esta idea de la “protección” de la vida de las “víctimas” como imperativo moral indiscutible, pero que implica realmente que los derechos económicos y sociales pasen a un segundo plano, dado que se considera imposible reivindicarlos, es decir, garantizar su efectivo ejercicio y disfrute. Lo que en principio puede valorarse como algo absolutamente razonable, puede perfectamente terminar legitimando el hecho de que se considere preferible garantizar la disponibilidad de alimentos o la calidad de los servicios, antes que su accesibilidad. Puesto así, el criterio de justicia social desaparece de la ecuación, se encubre la desigualdad, y de hecho se crean las condiciones para que aumente la desigualdad social. Ya sucedió con los alimentos. Puede suceder con los servicios públicos. No se trata de tener que elegir entre disponibilidad o calidad y accesibilidad. El punto es que éste es un falso dilema, exactamente de la misma manera que lo es tener que optar por el derecho a la vida o por los derechos económicos y sociales, por la vida o la justicia social.

Éste es justo el tipo de falsos dilemas que plantean permanentemente, a través de infinidad de vías y formas, los agentes económicos capitalistas. El problema se presenta cuando comienzan a ser planteados, con una naturalidad que puede llegar a ser pasmosa, por no pocos burócratas y por una parte considerable de la población.

Está en marcha un proceso de mutación de la sociedad venezolana, de su régimen de gubernamentalidad, que afecta nuestra materialidad, pero también nuestras maneras de sentir y de pensar. Los efectos de este proceso a veces estallan frente a nuestros ojos, otras veces, quizá las más, pasan inadvertidos. Hay lucha abierta y frontal, otras veces lucha sorda e incruenta. Ha prevalecido la paz, pero sin duda alguna se libra una guerra. Hay certezas, pero también desconcierto. Hay esperanza, pero también desaliento. Algunas veces pesadillas, en general un sueño intranquilo. Y esta intranquilidad tiene que ver con que está en marcha una metamorfosis, estamos obligados a reconocerlo. Lo contrario es correr el riesgo de despertar una mañana y descubrir que nos hemos convertido, como Gregorio Sansa, en algo monstruoso.

La realidad supera a la ficción: recientemente, un vocero del capital sentenciaba, gozoso: “No logramos cambiar el gobierno, pero logramos que el gobierno cambiara” (61). Pero la realidad es más terca aún, y la última palabra la tendrán el pueblo y su “vitalismo de la vida” (62), tan ajeno a la racionalidad neoliberal.

Referencias

(1) Verónica Gago. La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular. Traficantes de sueños. Madrid, España. 2015. Pág. 21.

(2) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 23.

(3) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 23-24.

(4) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 21-22.

(5) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 22.

(6) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 22.

(7) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 25.

(8) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 25.

(9) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 25-26.

(10) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 25-26.

(11) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 26.

(12) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 27-28.

(13) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 27.

(14) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 28.

(15) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 29.

(16) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 30.

(17) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 35.

(18) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 37.

(19) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 37.

(20) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 37.

(21) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 219.

(22) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 220.

(23) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 220.

(24) Claudio Katz. Dualidades de América Latina III. Rebeliones y proyectos. 25 de enero de 2013.

(25) María Fernanda Barreto. Claudio Katz: “Lo que hemos vivido este año en Latinoamérica es la crisis de la restauración conservadora”. Resumen Latinoamericano, 15 de enero de 2020.

(26) Didier Fassin. La patetización del mundo. Ensayo de antropología política del sufrimiento, en: Cuerpo, diferencias y desigualdades. Mara Viveros Vigoya y Gloria Garay Ariza (compiladoras). Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, Centro de Estudios Sociales. Bogotá, Colombia. 1999. Pág. 32.

(27) Didier Fassin. La patetización del mundo. Págs. 32-33.

(28) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 33.

(29) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 33.

(30) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 34.

(31) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 35.

(32) Didier Fassin. La patetización del mundo. Págs. 35-36.

(33) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 36.

(34) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 37.

(35) Didier Fassin. La patetización del mundo. Pág. 39.

(36) Didier Fassin. El irresistible ascenso del derecho a la vida. Razón humanitaria y justicia social. Revista de Antropología Social. 19. 2010. Pág. 201.

(37) Didier Fassin. El irresistible ascenso del derecho a la vida. Pág. 200.

(38) Didier Fassin. El irresistible ascenso del derecho a la vida. Pág. 201.

(39) Didier Fassin. El irresistible ascenso del derecho a la vida. Pág. 193.

(40) Verónica Gago. La razón neoliberal. Págs. 73-74.

(41) Reinaldo Iturriza López. El espejo. Notas sobre la nueva cultura. 11 de septiembre de 2015.

(42) Ignacio Ramonet. Hugo Chávez. Mi primera vida. Vadell Hermanos Editores. Caracas, Venezuela. 2013. Pág. 637.

(43) Reinaldo Iturriza López. La década virtuosa de la política venezolana, en: La política de los comunes. Inédito.

(44) Reinaldo Iturriza López. El chavismo salvaje. Editorial Trinchera. Caracas, Venezuela. 2016.

(45) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VI): Sobre el arte socialista de gobernar. 9 de diciembre de 2019.

(46) Reinaldo Iturriza López. ¿Qué es el oficialismo?, en: El chavismo salvaje. Págs. 183-192.

(47) Reinaldo Iturriza López. Desde que llegó el socialismo, en: El chavismo salvaje. Págs. 112-116.

(48) Reinaldo Iturriza López. Chávez es un tuki, en: El chavismo salvaje. Págs. 44-53.

(49) Rebeca Gregson y José Romero-Losacco. La Revolución Bolivariana y la cárcel epistémico-existencial: La tensión inclusión/participación desde un horizonte descolonial. 2018.

(50) José Romero-Losacco. La invención de la exclusión, en: Tiempos para pensar. Investigación social y humanística hoy en Venezuela. Tomo I. Alba Carosio (compiladora). Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG). Caracas, Venezuela. 2015. Págs. 140-141.

(51) Reinaldo Iturriza López. Radiografía sentimental del chavismo (V): La tragedia humana. 16 de junio de 2019.

(52) Daniel Bensaïd. Elogio de la política profana. Península. Barcelona, España. 2009. Págs. 81-82, 84.

(53) Reinaldo Iturriza López. Venezuela y el “capitalismo del desastre”. 2 de febrero de 2019.

(54) Reinaldo Iturriza López. Constituyente, rebelión y estado de excepción. 30 de mayo de 2017. También: Reinaldo Iturriza López. Radiografía sentimental del chavismo (VI): Conversos. 20 de junio de 2019.

(55) Reinaldo Iturriza López. Constituyente, rebelión y estado de excepción.

(56) Reinaldo Iturriza López. Radiografía sentimental del chavismo (V): La tragedia humana.

(57) Didier Fassin. Una subjetividad sin sujeto. La metamorfosis de la figura del testigo, en: La razón humanitaria. Una historial moral del tiempo presente. Prometeo Libros. Buenos Aires, Argentina. 2016. Págs. 293-324.

(58) Reinaldo Iturriza López. Arte, espectáculo y política en Venezuela: buenas y malas influencias. 20 de mayo de 2017.

(59) Reinaldo Iturriza López. Venezuela: formar filas contra el neoliberalismo disciplinario. 13 de febrero de 2019.

(60) Reinaldo Iturriza López. Cuarentena (VI): Sobre el arte socialista de gobernar.

(61) Guillermo D. Olmo. Venezuela: qué hay detrás de la “prosperidad del dólar” y el aparente repunte económico del país (y cuánto puede durar). BBC, 27 de diciembre de 2019.

(62) Verónica Gago. La razón neoliberal. Pág. 234.

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