Una versión más corta de esta crónica aparece publicada en Épale CCS número 201.
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A los Jóvenes del Barrio.
Corría junio de 2014. El gobierno de calle había llegado al puerto de La Guaira. Si la memoria no me falla, aquel día nos reunimos en el Polideportivo José María Vargas. Mientras esperábamos al Presidente Maduro me invitaron a pasar al lugar en que se encontraba un pequeño grupo de muchachos.
Tenían en común un pasado de violencia criminal y la disposición de abandonar las armas de manera definitiva. Recuerdo claramente que uno de ellos me dijo que quería dedicarse a la siembra. Irse de la ciudad y dedicarse a la siembra. Abandonar el mundo para crear uno nuevo, con sus propias manos.
Podría jurar que ninguno alcanzaba los veinte años. Varios ya eran padres. De hecho, uno de ellos asistió al acto con su pareja: una muchacha en sus diecitantos, con un hermoso nené en brazos.
Al principio era difícil distinguir si las suyas eran las características miradas de desconfianza o si se trataba de miradas perdidas. Al poco rato entendí que eran ambas cosas a la vez: era evidente que no se sentían a gusto, la presencia de ciertos personajes les incomodaba y preferían mantener distancia y guardar silencio; al mismo tiempo, sus ojos eran los de aquellas personas que han debido mirar, sufrir y hacer sufrir más de lo humanamente tolerable.
Un exceso de muerte los acompañaba. O de vida que, el azar así lo quiso, había vivido más de lo previsto.
Creyeron en nosotros. De alguna forma pusieron sus vidas en nuestras manos.
No pasó mucho tiempo hasta que entramos en confianza. En un rincón, en voz baja, con rabia y tristeza infinitas, algunos de ellos intentaban explicarme el problema: la delincuencia era un negocio demasiado lucrativo para las policías. Para unas más que otras, pero ninguna se salvaba. Así, me decían, era muy difícil que nuestras políticas fueran eficaces. Había que ir a la raíz. Sin embargo, nos daban el beneficio de la duda.
Me contaron de los allanamientos a sus casas, de cómo abusaban de sus parejas, de cómo los humillaban frente a sus hijos, de cómo los mismos policías les establecían plazos para robar hasta conseguir determinadas sumas de dinero, y si se negaban iban presos.
Maduro había lanzado el Movimiento por la Paz y la Vida hacía un par de meses y de varios lugares del país nos llegaban noticias de jóvenes con intenciones de rehacer sus vidas.
Pocas cosas más subversivas que las políticas orientadas a preservar el derecho a la vida. En el caso del referido Movimiento, fundamentalmente de los jóvenes de las clases populares, principales víctimas y victimarios de la violencia criminal.
Tristemente, y lo digo con rabia, muchos dentro del Gobierno y, más allá, muchos funcionarios policiales, no lo han entendido. No les interesa. Prefieren hacer de guardianes del orden, ese que perpetúa la muerte y la celebra en un festín de armas, drogas y municiones.
¿Qué será de aquellos muchachos?
¿Qué será de nosotros si la muerte y la injusticia pueden más que la revolución bolivariana?