Una versión más corta de esta crónica aparece publicada en Épale CCS número 199.
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El chavista promedio ha asistido a tantas manifestaciones a lo largo de estos años, y ha escuchado tal cantidad de discursos, que tiene una extraordinaria habilidad para distinguir cuándo se trata de palabras que vale la pena escuchar y cuándo se trata de más de lo mismo.
Cuando hablo de las que vale la pena escuchar no me refiero a la elocuencia del orador, sino a su voluntad para decir la palabra popular, su verdad histórica, para convertirse en portavoz de los problemas del país real, hablando con franqueza, sin rodeos, sin recurrir a lugares comunes o haciéndolo lo menos posible, con valentía, con audacia, suerte de vórtice de la energía popular que dirige furiosamente, como viento huracanado, contra los poderosos.
Eso solía ser Chávez, de más está decir.
Quienes asistieron a cualquiera de las multitudinarias concentraciones en la Avenida Bolívar de Caracas, tribuna de varios de los más memorables discursos del comandante, podrán recordar aquel espectáculo maravilloso, asombroso, casi indescifrable: Chávez reflexionaba, hacía la respectiva relación de hechos históricos y de coyuntura, orientaba, y mientras tanto, buena parte de la multitud parecía sumergida en su gigantesca fiesta particular, ajena a todo. De pronto, Chávez decía la palabra correcta y la multitud rugía al unísono, celebrando, dando amoroso testimonio de la atención que prestaba a su líder.
Con la misma, el chavista promedio descubrió hace mucho la manera de encarar, de tolerar más bien, y a duras penas, al politiquero de oficio, una especie que llegamos a creer casi extinta, o más bien deseamos fervientemente que así fuera, y que lamentablemente ha crecido con el paso de los años. Una especie que ha hecho tanto daño que ya va siendo necesario que el chavismo cree un nuevo vocabulario. Pues bien, frente a estos discurseadores, al contrario de lo que ocurría con Chávez, el auditorio simula atención y asiente con la cabeza, pero no en señal de aprobación, sino como diciendo: “Ya sé todo lo que vas a decir”.
Pero, ¿acaso el mismo Chávez no insistía una y otra vez en algunas ideas-fuerza? ¿A qué obedece, en su caso y en el de los compañeros y compañeras a todo nivel, en el Gobierno y en el movimiento popular, que lograran captar no sólo la atención, sino merecer el respeto de sus escuchas?
En ocasión de la primera jornada de gobierno de calle, a finales de abril de 2013, nos hospedamos en cierto hotel de Maracaibo. La estrategia que tracé con mi equipo fue muy sencilla: cumpliríamos al pie de la letra con la agenda oficial, por supuesto, pero sacaríamos el tiempo para construir una agenda paralela, con expresiones diversas del pueblo organizado. Así contactamos a un pequeño grupo de campesinos del Sur del Lago, con quienes nos reunimos dos o tres veces en algún rincón del lobby del hotel.
A los pocos días, Emira, quien tenía la responsabilidad de contactar a los compañeros, me contó lo que había ocurrido al término de la primera reunión, luego de que yo me retirara: uno de aquellos hombres se había venido en llanto casi inconsolable. La razón: nunca imaginó tener la oportunidad de que un ministro se sentara a escucharlo.
Es así de simple: para el chavista promedio, más que buen o mal orador, hay buenos o malos interlocutores. Gente que escucha y “traduce”, que se hace portavoz de aquello que escucha, y gente que sólo se escucha a sí misma. Para crear ese nuevo vocabulario habremos de ser, ante todo, buenos interlocutores.