Una versión más corta de esta crónica aparece publicada en el número 196 de Épale CCS.
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Solemos referirnos, con toda razón, a esas personas que se transforman una vez acceden a un cargo hasta el punto de hacerse irreconocibles. De aquellos hombres y mujeres humildes, accesibles, sensibles e incluso honestos, no queda más que el recuerdo. En su lugar, aparecen personajes insufribles, déspotas, ostentosos, indolentes. Sucede con mucha más frecuencia de lo que desearíamos.
Sin embargo, me parece que hay otro tipo de personaje que merece igual o mayor atención: se trata de esa especie cuya supervivencia en el mundo hostil de la burocracia depende de su capacidad para aproximarse y ganarse la confianza de quien, por la razón que sea, recién asume el cargo.
Están, por supuesto, los aduladores. Son los de proceder más predecible. Cuando no exaltan tus virtudes, te las inventan. Tus defectos desaparecen. Se ríen hasta de tus peores chistes. No importa si el sedentarismo, los constantes desarreglos y la falta de voluntad hacen estragos en tu cuerpo: siempre estás en forma. La camisa siempre te va bien, te quede grande o pequeña. No importa si odias dar discursos: debes hacerlo, porque tu elocuencia es inigualable. Es muy fácil identificarlos y, particularmente, disfruté mucho haciéndoles creer que me creía todas sus mentiras.
Están, por otro lado, los condescendientes. Difícilmente pueden disimular la incomodidad que les produce que sea uno quien ocupe el cargo, bien porque te consideran incapaz, porque aspiraban que alguien más lo ocupara, etc. Las razones pueden ser tan fútiles como infinitas. Lo cierto es que los distingue esa cortesía obligada, tras la cual se esconde, casi siempre, un sentimiento de superioridad que resulta casi insoportable. Puede que te inviten a sus actos, otras veces no consideran necesario siquiera informarte. No se pierden una reunión, pero una vez en ella se refugian en el teléfono. Eventualmente te hacen saber que la salida que propones ya se ensayó alguna vez, sin resultados, pero no sugieren una alternativa. Guardo un feliz recuerdo del callado tormento tras sus sonrisas fingidas.
Pero están quienes lo hacen tan bien que incluso llegan a ser tus confidentes. Simulan conocer a fondo los problemas de la institución y declaran su intención de proceder radicalmente para resolverlos, pero todo el tiempo hay una buena razón para no hacerlo todavía. Cargan contra aduladores y condescendientes, siempre y cuando no tengan que hacerlo públicamente. Ellos mismos tienen algo de aduladores (te citan, te ponen como ejemplo) y de condescendientes (celebran tu audacia, porque la ignorancia es atrevida), pero son más difíciles de identificar. De hecho, esto suele suceder cuando uno ya ha debido abandonar el cargo. En su momento, son tus mejores amigos. Luego, dejas de existir.
Vamos a estar claros: seguramente sea cierto que nadie es imprescindible. Nadie está obligado a sentirse identificado con una persona, con una gestión, sino con una idea, un horizonte estratégico, una política. Lo que importa es la política, velar porque ésta conserve su carácter popular, revolucionario, radicalmente democrático. Pero sucede que en nombre de la idea, aduladores, condescendientes y mejores amigos terminan velando por sus intereses personales y de grupo, por sus “gestiones”, antes que por cualquier otra cosa.
Esos son los primeros prescindibles.
Excelente artículo camarada bastante acorde con la realidad que se está viviendo