Publicado originalmente en revista digital Supuesto Negado, número 18.
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A veces resulta muy difícil distinguir cuándo unos padres se deciden por un colegio privado porque realmente les preocupa la calidad de la educación que recibirán sus hijos, y cuándo lo hacen por cuestiones de estatus. Supongo que en la mayoría de los casos pesarán ambas razones.
Como alguna gente tiene la tendencia a discutir sobre la educación de nuestros hijos como si de religión se tratara, hago lo posible por evadir el tema, exactamente de la misma forma que evito hablar de política con una parte de mi familia e incluso con algunos amigos.
Es peor, incluso, en el caso del tema en cuestión, porque sucede que uno se explaya opinando con total libertad frente a gente muy revolucionaria, de mente abierta, qué sé yo, y lo que recibe en respuesta es un silencio incómodo, cuando no un gesto de reprobación y censura.
Para mí, la calidad de la educación privada es un gigantesco mito. Tan gigantesco como lo puede ser el más gigante de los gigantes con pies de barro. Estoy convencido de que, en nombre de la calidad, la inmensa mayoría de los centros de enseñanza privada a todo nivel se esfuerzan principalmente por reproducir microclimas que garanticen la transmisión de valores contrarios a la idea-fuerza de una sociedad de iguales. Son, literalmente, escuelas de la desigualdad, en las que se fomenta la competencia, el individualismo y el ascenso social como fin último de la existencia.
No soy tan estúpido como para desconocer las falencias de la educación pública. Pero la prefiero, con todo y sus defectos, a la privada, cualesquiera que sean sus virtudes.
En otra parte he contado la experiencia de mi primer día de clases en la Universidad Bolivariana de Venezuela: uno a uno se fueron parando mis estudiantes, y uno a uno fueron contando lo felices que estaban de estudiar en un lugar donde no sentían vergüenza de decir que vivían en el 23 de Enero, Catia, Antímano o La Vega. Después de eso, podemos discutir todo lo que sea necesario sobre la cuestión de la calidad. Pero la igualdad tendría que ser, en todas partes, el punto de partida.
En el caso de los padres que, recientemente, y como consecuencia de la brutal inflación, han debido migrar de la educación privada a la pública, seguramente la experiencia será similar a la de esas gentes que, en los buenos tiempos, más nunca comieron sardinas por considerarlas un plato de pobres, y ahora redescubren, así sea forzosamente, todos sus encantos.
¿Acaso la escuela pública, y en particular la escuela pública en la que nosotros estudiamos, por allá en los ochenta, puede considerarse una escuela de igualdad? La pregunta es muy pertinente y la respuesta tiene que ser negativa. Pero la experiencia de la educación pública al menos nos alcanza para saber que hay pocas cosas más sabrosas que una arepa rellena con sardinas.
Imagino que en parte de los centros de enseñanza privada se habrá hecho común ese terrible fenómeno denominado bullying. Un fenómeno que hay que tomarse en serio y respecto del cual no caben ligerezas. Pues bien, si usted ha debido migrar a la educación pública, alégrese: en lugar de bullying, es muy probable que sus hijos, tal vez un tanto achantados por falta de roce social, sean víctimas de chalequeo. Pero eso no le hace daño a nadie. Al contrario, ayuda a forjar el carácter. Recuerde enseñarle a sus hijos: el que se molesta, pierde.
El que se molesta, pierde. Créame. En cambio, si uno se baja de esa nube, no sólo gana por todo el realero que se ahorra. Si aprovechan la oportunidad, ganarán también sus hijos. Si aprenden a respetar al diferente, si aprenden a cultivar el valor de la igualdad en la diferencia, serán mejores seres humanos.
Excelente como siempre sus escritos, muy apropiados, muy acertados para este momento tan difícil que vivimos en la patria de Bolívar y Chávez!!!
Esto lo dices con conocimiento de causa sobre la situación actual de la escuela pública en el país o desde un idealismo de escritorio sobre el «deber ser? con eso de «no encontrará bullying sino chalequeo» ya se nota el total desprendimiento con la realidad, el abandono estatal de lo social, como la indolencia de las autoridades educativas a permitido que en las escuelas permee la falta de convivencia, el jivareo y al malandraje como estilo de vida. Los padres no huyen de la educación pública por ser buena o mala, al final son los mismos docentes egresados de la UPEL en la mayoría de los casos, de lo que huyen es del resultado de políticas burocráticas erráticas que han desatendido los recintos públicos, huyen de la posibilidad o del miedo a la inseguridad, huyen de un entorno que no quieren para sus hijos y, sobre todo, de utópicos idealistas que creen que la cosa es «juego de carrito» cuando se trata de luchar contra la selva de cemento en un aula de clases.