Una versión más corta de esta crónica aparece publicada en el número 194 de Épale CCS.
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A Carola, por la historia que ya estamos escribiendo
Años después, y contra todo pronóstico, me fui con la familia de vacaciones. Por supuesto que había tenido la oportunidad de disfrutar de algunos días libres, y siempre procuré mantenerme cerca de la familia, pero casi había olvidado lo bien que se siente sentarse a planificar un viaje y, llegado el momento, montarnos en el carro y agarrar carretera.
Luego de pasar la noche en Puerto La Cruz, en casa de Asdrúbal y Gloria, partimos rumbo a Guanta, a media mañana, para abordar el ferry que nos llevaría hasta El Guamache. No habían transcurrido diez minutos cuando, mientras esperábamos el cambio de luz del semáforo, se nos apagó el carro la primera vez. Al cabo de unos pocos segundos pude prenderlo de nuevo y reanudamos camino. El aliento le alcanzó para llevarnos de El Guamache hasta Los Robles y, dos días después, de Los Robles a Playa Juventud. Justo cuando nos disponíamos a regresar a casa de Juancho, nos hizo saber que ya no podía más.
Habíamos salido de Caracas cargando con un modesto mercado que, de acuerdo a nuestros cálculos, y estirándolo, debía alcanzarnos para aquellos días en Margarita. Habíamos intentado ahorrar algo. Habíamos pedido un préstamo. Que el carro se nos accidentara nos cayó como un balde de agua helada en una tarde de sol y playa.
El mismo tipo de gente solidaria que nos abrió sus puertas en Puerto La Cruz y en Los Robles, acudió en nuestro auxilio: Carola, Óscar, Leo, Francisco, Mike… Temprano en la noche, la grúa ya nos había dejado el carro en frente de la casa. Eso fue un jueves. El sábado en la mañana, inesperadamente, y a contravía de los ritmos de trabajo de la isla, el mecánico se acercó hasta la casa para echarle un ojo. El lunes lo llevamos al taller. El miércoles estaba listo. El viernes estábamos en Punta Arenas, la mejor playa de toda Margarita.
Durante esos días sin carro, el viernes para ser más preciso, decidimos llevar a Ainhoa al cine. Era su primera vez. Tal vez por eso llegamos al centro comercial con más de una hora de antelación. La abuela Merlys compró las entradas sin mayores inconvenientes. Cuando entramos a la sala, estaba completamente vacía. Al cabo de unos minutos llegaron algunas pocas personas más. Al iniciar la proyección, Ainhoa estaba absorta. En algún momento me pareció que sus ojos intentaban, desesperadamente, que no se les escapara ningún detalle. Al término de la película nos dijo con asombro y satisfacción: “Esa no la había visto”.
La sala de cine casi vacía era una continuación de los pasillos casi desérticos del centro comercial, y sobre todo de la soledad de las tiendas. El mismo fenómeno lo habíamos presenciado en un centro comercial cercano, al que habíamos debido acudir un par de veces en busca de un cajero: poca afluencia de gente, tiendas vacías, repletas de precios absurdos, exorbitantes. Tal y como nos dijera Ainhoa: “Esa no la había visto” en ninguna de las dos o tres ocasiones en que, desde 1998, es decir, ya casado, habíamos ido a vacacionar a Margarita.
Entonces, cómo explicarlo, no pude evitar sentirme alegre. Después de todo, aún en medio de tantas adversidades, y gracias al apoyo desinteresado de familiares y amigos, allí estábamos, vacacionando. Mientras tanto, montón de comerciantes, usureros como sólo ellos pueden serlo, en la soledad más sola.