Publicado en Épale CCS número 193.
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De mi entorno, y hasta donde alcancé a saber, fui una de las pocas personas que defendió la medida de régimen especial de días no laborables (miércoles, jueves y viernes) que anunciara el Presidente Nicolás Maduro el 26 de abril de este año.
Veinte días antes, Maduro había decretado los viernes como no laborables, decisión que venía a sumarse a decreto publicado el 24 de febrero, que ordenaba la reducción del horario de trabajo, de siete y treinta de la mañana a una de la tarde.
No fue sino hasta el 10 de junio que se oficializó el restablecimiento de miércoles, jueves y viernes como días laborables, aún con horario hasta la una de la tarde, y siempre con las excepciones de rigor (“servicios de carácter esencial”, etc.). Este horario especial duró hasta el 8 de julio. Casi cinco meses después de la primera decisión, habíamos vuelto a la normalidad.
Más allá de cualquier otra consideración, las sucesivas medidas tuvieron un enorme impacto en nuestra cotidianidad: en una ciudad agobiada, apesadumbrada y rabiosa, tuvieron el efecto de válvula de escape. El alivio podía sentirse particularmente en el tráfico, bastante menos intenso de lo normal. Además, las circunstancias brindaban una inusual oportunidad de compartir más tiempo con la familia.
Consuelo de tontos, dirán los espíritus vencidos por los problemas de muchos.
Pero ¿qué tendría que decirse, entonces, de los espíritus atontados y mediocres que reclamaron el lento retorno al ritmo habitual de trabajo?
Funcionarios que protestaron a viva voz porque la institución para la que trabajan, directamente relacionada con la producción de alimentos, no presta ningún “servicio esencial”, o que alegaban no poder comprometerse a realizar ninguna actividad extraordinaria un día viernes, porque ya habían hecho planes para viajar, compra de pasajes incluida, o porque nadie les iba a reconocer esas “horas extra”.
Funcionarios que se tomaron aquellos cinco meses como unas largas y, puede usted apostarlo, “merecidas” vacaciones.
Pues podría decirse que bien haría el Presidente ordenando que estas gentes se quedaran en sus casas, pagándoles boleto de ida sin retorno, si fuera necesario. Y fin de la relación laboral. Así tendrían más tiempo para vacacionar.
Ese sería, puede usted estar seguro, consuelo de muchos.