Publicado en Épale CCS número 192.
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Contrario a lo que podría imaginarse, incluso las asambleas populares más fogosas transcurren sin incidentes de ninguna naturaleza. La crítica es feroz, la interpelación es descarnada, pero la sangre nunca llega al río. De hecho, ni se asoma. Muy rara vez salen a relucir señalamientos de tipo personal, a menos, por supuesto, que haga acto de presencia algún personaje pública y notoriamente reprochable.
En las innumerables asambleas a las que asistí durante las jornadas de gobierno de calle, los cuestionamientos iban dirigidos, fundamentalmente, contra la institucionalidad. Para el común de la gente, las instituciones están obligadas a atender los reclamos populares, pero sobre todo a actuar en consecuencia, lo que por cierto no suele suceder, o sucede que la institución responde tarde, o mal.
Hay, sin duda alguna, una racionalidad de las asambleas populares. Ella misma, la asamblea, es expresión de la existencia de una comunidad política. Esa comunidad se reúne con el objetivo de resolver problemas comunes. A los responsables de las instituciones se les demanda, se les exige. La asamblea, además, se autorregula: aísla a los discurseadores de oficio, alienta a los líderes o voceros de la propia comunidad, que casi siempre son, por cierto, lideresas o voceras.
Todo lo anterior puede parecer muy obvio, pero está muy lejos de serlo. Sobre todo para quienes han hecho vida militante en espacios como la universidad. Pero además, hay toda una generación de militantes que se han dedicado a hacer política en las instituciones, entre otras cosas porque había que hacerlo. El problema es que, al menor descuido, se pierde el contacto con el territorio, o éste se hace casi nulo, o está mediado por las lógicas de aquellos espacios.
Todo el que ha estado en una asamblea universitaria en la que varios grupos, partidos o movimientos de izquierda se disputan el control, sabe lo tediosa que puede llegar a ser. La crítica deja de ser radical y la interpelación pasa a ser virulenta. Llueven los señalamientos personales o de grupo, lo que se traduce en la despolitización de la discusión. En los casos extremos, se recurre a la violencia.
Pero no hay interpelación más brutal que la que realiza, con insuperable saña, el burócrata. Y si se trata de un funcionario que no ha sido capaz de deslastrarse de los vicios de la cultura política de izquierda, peor aún.
El desencuentro entre el grueso de las bases del chavismo con buena parte de su dirigencia obedece, en gran medida, a este conflicto de lógicas o racionalidades. Conflicto que se ha manejado con tan poca habilidad política, que amenaza con convertirse en diferencia irreconciliable.