(Una versión más corta de esta crónica aparece publicada en Épale CCS número 185).
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Aquel viernes llegamos al Ministerio muy temprano, poco antes de las siete de la mañana. Pasillos en penumbras, como consecuencia de la medida de ahorro energético. Lentamente se fueron incorporando algunos pocos funcionarios.
Allí estuvimos unas tres horas. Mientras esperábamos, leía cierto libro de Briceño Iragorry. Cuando me desconcentraba, me vencía el sueño o me pegaba el hambre, cerraba el libro, me incorporaba y caminaba por los amplios pasillos.
Así ubiqué un espacio que, supuse, era usado como sala de reuniones. La luz del sol atravesaba sin mayor resistencia los ventanales. Eso lo hacía un lugar agradable, acogedor.
Decidí mudarme. Fui, busqué mis libros y el resto de mis cosas, y regresé a instalarme en la sala recién descubierta.
Al poco rato, un grupo de tres o cuatro funcionarios llegó al lugar. Circunspectos, pero afables. Saludaron con los buenos días y se sentaron en una mesa relativamente cercana, seguramente para aprovechar la luz.
A pesar de que hablaban en voz baja, como si fueran cómplices de un crimen, como si compartieran un secreto, era inevitable escucharlos.
Hacía un par de días, en la Avenida Libertador, una partida de imberbes pero muy violentos marchistas antichavistas había propinado una brutal paliza a una funcionaria de la PNB. Si no hubiera sido por la providencial intervención de un tercero, aquello pudo haber terminado en asesinato: apenas en el último instante, uno de los atacantes desistió de estrellar una pesada piedra contra la policía.
Mis vecinos justificaban aquella barbarie:
– Es que la gente está muy molesta.
– Sí, se siente en la calle.
Sentí rabia. Pero no dejaba de impresionarme la absoluta naturalidad de aquellas palabras. Entonces, allí sí, puse atención. Quería entender, escuchar razones.
No fue posible. De aquel tema cambiaron a otro, como si de cambiarse de medias se tratara. Hablaban de la próxima jornada de venta de alimentos a precios regulados que se realizaría en la institución. No escuché el comentario que la provocó, pero sí la firme y categórica respuesta de uno de los funcionarios:
– ¡Pero es que es tu derecho!
Tal es la respuesta automática del antichavista promedio cuando se le reclama el hecho de estar “beneficiándose” de alguna política del gobierno bolivariano. Y tiene razón: el antichavista tiene exactamente los mismos derechos que cualquier ciudadano de la República, que de eso se trata la democracia por la que hemos luchado todos estos años.
Pero, ¿y los que han luchado contra ella, intentando, incluso, ahogarla en sangre?
En nuestras instituciones abundan los funcionarios que disfrutan de derechos por los que nunca han luchado. Eso no los hace “beneficiarios”, vocablo que más bien refiere a la manera como el burócrata concibe al pueblo “necesitado” de “asistencia”. Los hace los primeros “enchufados”.