(Cuarta contribución con semanario digital Supuesto Negado).
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Con las políticas de seguridad ciudadana de carácter progresivo sucede algo similar a lo que ocurre con el caso de las fábricas gestionadas o cogestionadas por trabajadores y trabajadoras, en sus distintas variantes, o por alguna otra expresión del pueblo organizado: cualquier fracaso tiende a ser interpretado no como una dificultad en la ejecución de la política, sino como una demostración de la inviabilidad de la misma.
Esto es así porque, sobre todo en materias tan sensibles, solemos juzgar de acuerdo al sentido común característico de sociedades como la nuestra, habituadas a la desigualdad, la explotación, la criminalización de la pobreza, la exclusión.
Según tal sentido común, es absolutamente normal aspirar a que un gobierno “fuerte” aplique las medidas que sean necesarias, cualquiera que éstas sean, para contener e incluso “neutralizar” la violencia criminal, tanto como cualquiera aspira a un trabajo que le garantice, en el peor de los casos, un salario, y en el mejor, posibilidades de ascenso social.
Eventualmente, los pueblos alcanzan un nivel de politización tal que les permite cuestionarse este sentido común, y descubren que los problemas no se estaban planteando de la manera correcta. Aún más, entienden que la manera tradicional de plantearse problemas tan acuciantes sólo beneficia a una minoría, mientras los pueblos padecen las peores consecuencias.
En Venezuela, el cuestionamiento de este sentido común nos llevó a dos conclusiones: 1) es necesaria una política de seguridad ciudadana respetuosa de los derechos humanos, y en particular del débil jurídico: las mayorías populares; y 2) hay que avanzar en formas de organización para la producción orientadas a la superación de la lógica del capital, en particular en aquellos casos en que las fábricas han sido abandonadas por sus dueños, y en el caso de grandes extensiones de tierras ociosas en manos de terratenientes.
En ambos casos se avanzó en la definición y ejecución de políticas, se crearon instituciones, se aprobaron leyes u otros instrumentos jurídicos, etc. Como era absolutamente predecible, las dificultades emergieron por doquier, se multiplicaron los problemas, en algunos casos hubo incluso retrocesos, y a la hora del balance general estos pesaron más que los avances y las conquistas.
Como sucede en todo proceso de cambios, invariablemente, la circunstancia fue aprovechada por las líneas de fuerza más conservadoras en el campo chavista para cuestionar, como ya decíamos al principio, la viabilidad de las políticas. ¿Por qué sucede esto? La explicación es sencilla: tales fuerzas son conservadoras en el sentido de que continúan estrechamente comprometidas con el viejo estado de cosas. En absoluto les conviene que se produzca el cambio revolucionario, puesto que sus intereses se verían seriamente afectados. Si se acomodaron bajo el paraguas de la revolución bolivariana fue simplemente buscando acumular cuotas de poder, prebendas, privilegios.
Ahora situémonos en la Venezuela de hoy, asediada por los cuatro costados, sometida como está al brutal ataque de su economía, y padeciendo un fenómeno tan grave como novedoso: la instrumentalización de bandas criminales por parte de un sector de las elites con fines desestabilizadores. El cuadro es propicio para que las mismas líneas de fuerza conservadoras reclamen: 1) tanta mano dura como sea posible en la lucha contra la criminalidad; y 2) el mayor pragmatismo posible en el campo económico, bajo el imperativo de producir para superar el “rentismo”, no importando si para ello hay que aliarse con sectores de la oligarquía y del capital transnacional, y relegando a un plano secundario, prácticamente irrelevante, las experiencias de organización popular para la producción.
Por si fuera poco, en materia de seguridad ciudadana debemos lidiar con un terrible y doloroso dilema: en parte, la responsabilidad de aplicar la mano dura recaería en unas fuerzas policiales que, en la medida en que siguen operando de acuerdo al sentido común de la “democracia” de élites, sienten profundo desprecio por la revolución bolivariana, y desde hace mucho operan conteniendo el avance de las fuerzas populares en sus respectivos territorios, “neutralizando” a muchos de sus líderes y lideresas a lo largo y ancho del país, victimizando al pueblo pobre y azotando a la clase media, contribuyendo así, decisivamente, con el quiebre de la sociabilidad construida con mucha dificultad por el chavismo.
Tal es el lado blando de la mano dura: mal entendida y peor aplicada, ella puede ser factor principalísimo en la fractura definitiva de la hegemonía popular chavista.
El momento histórico nos exige, y esto debe ser entendido como una cuestión de principios, no renunciar al horizonte de radicalización democrática que le da sentido al proyecto chavista. Sin este horizonte a la vista, algunos podrán seguir llamándolo chavismo, pero en tanto se habrá quedado sin pueblo, habrá perdido todo sentido.
Aún cuando los simples ciudadanos buscamos lógicamente culpables en casa para explicar desaciertos y negligencias a tantos problemas existe tambien mucha responsabilidad de la oposición en el apoyo al crimen organizado en todas sus ramas, pues con cada plan de seguridad diseñado por el estado, que los diferentes ministros han emprendido con estrategias de control en el terreno y personal artículado, inmediatamente han ocurrido protestas violentas simultáneas en todo el territorio nacional, que parecieran no tener nada que ver, pero que desmontan la ubicación de funcionarios y zonas operativas para atender la emergencia creada como distracción para proteger, apertrechar y reagrupar en el terreno a las más peligrosas bandas criminales que operan en nuestro país
Esto ha sido cíclico y me extraña que en el tiempo nadie haya notado este coincidencia de eventos.