(Publicado en Épale CCS número 180).
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Aquella noche de septiembre tomé previsiones adicionales para llegar temprano al teatro. Por nada del mundo me perdería aquel espectáculo. Llevaba algún tiempo fraguándolo junto a un pequeño grupo de cómplices, y había llegado el momento verlo realizado.
Emergió de la oscuridad, justo en medio del escenario. Un generoso reflector apuntó sobre su cuerpo. Chaqueta, zapatos, pantalón de distintas tonalidades de marrón. La guayabera blanca hacía juego con su cabello platinado, al igual que la barba.
Durante los primeros veinte minutos de un concierto de cuarenta, arengó políticamente, saludó, agradeció y presentó a los integrantes de su improvisada banda. Fue una larga intro, con el sonido de su cuatro como telón de fondo.
La música era un pretexto. El hombre celebraba el reencuentro con su público y, en algún momento me pareció, consigo mismo.
Un par de horas después salimos del Bolívar y nos montamos en el carro, rumbo a casa. Cruzamos en Principal rumbo a El Conde, y allí estaba, en La Indiecita, justo en frente de la Casa Amarilla.
Cerveza en mano, se abalanzó sobre el carro, en actitud de sospecha, indagando, hasta que nos vimos. Entonces, Gasolina lanzó un estruendo, una carcajada, una estruendosa carcajada que se fundió con la mía. Juraría que dio saltos, juraría que yo saltaba de la alegría, nos abrazamos, y el hombre se fue en llanto. Un llanto brevísimo, casi imperceptible. Lágrimas que desaparecieron con la velocidad del alma.
Me agarró de un brazo y me llevó a conocer a la gente con la que andaba: su hermano, que lo había acompañado en el bajo durante el concierto, su cuñada, no recuerdo quiénes más. Me pidió que compartiera con él unas cervezas y le expliqué que no podía, que andaba con la familia, que era tarde y que al día siguiente había que trabajar temprano.
La experiencia duró poco: en cinco meses organizamos cincuenta y seis conciertos, en los que se presentaron ciento cuarenta y ocho artistas o agrupaciones. En lugar de caer en la trampa de la competencia entre géneros, procuramos hacer un modesto homenaje a la calidad y diversidad de la música que se hace en Venezuela. Sin tener que pasar por la alcabala de las mafias del espectáculo. Sin pagarle en dólares a nadie. Sin rendirle pleitesía a nadie.
De todas esas noches, y vaya que hubo muchas memorables, la que recuerdo con más alegría es la de aquel abrazo con Gasolina, ese genio impresentable, artista con todas sus letras. Esa noche le ganamos una a la miseria disfrazada de Cultura.