Crónicas oficinescas: Caimaneando

Pelota de sofbol

La última vez que jugué sofbol con los muchachos de Caravana (con algunos pocos de ellos) fue la mañana del 23 de diciembre de 2015. Jugar sofbol significaba escaparse, literalmente, de la rutina oficinesca que estropea los sentidos hasta al más pintado, pero también someter el cuerpo a los rigores de un ejercicio físico del todo impropios para un ser humano sedentario y, para colmo, obeso.

Jesús había logrado cuadrar con Pedro, que nos prestó el estadio de Mampote, y allá nos llegamos alrededor de las diez de la mañana. Era un día frío. Incluso nos bañó una muy leve llovizna.

Justo antes de entrar al campo me abordó la señora que, según me contaron luego, atiende la bodeguita del estadio. Me pidió unos minutos para conversar y hacerme tal vez alguna solicitud. Era una mujer entrada en años, agradable, como casi siempre. Le respondí que sí, que cómo no, pero también le expliqué, de la manera más decente posible, medio en broma, medio en serio, que yo era ministro de Cultura, y que por tanto no debía albergar muchas esperanzas. Quise detenerme y explicarle que Cultura es un ministerio tipo “C”, pero me contuve. Ella me respondió con una sonrisa, y con las siguientes palabras: “¿Agricultura? Ah, bueno, pero tal vez pueda ayudarme con alguna cosa de agricultura…”.

Hicimos los respectivos ejercicios de calentamiento, o más o menos, y nos dispusimos a caimanear.

Creo que fue en el segundo turno del primer juego que logré pescar una bombita y devolverla de línea por toda la raya de la tercera base. Fueron los veinte, treinta o cuarenta segundos más largos de mi vida. O cincuenta. No puedo saberlo, porque perdí la noción del tiempo. Me refiero a los interminables segundos que le tomó al jardinero izquierdo buscarla allá, por el rincón de los músicos, y devolverla al cuadro, y lo que me tomó a mí correr de jon hasta tercera. Correr es un decir. En algún punto entre segunda y tercera me vi obligado a bajar la velocidad y llegué casi caminando.

En el segundo turno del segundo juego sentía que no podía continuar. Estuve a punto de tirar la toalla. Sólo ese pacto que firmamos todos los que creemos en el beisbol romántico, y que nos obliga a llegar hasta el final, me impidió renunciar.

Las palizas que he debido presenciar en virtud del honor que nos reclama el fulano pacto.

Los burócratas, o al menos los militantes que asumimos responsabilidades de gobierno, tendríamos que firmar un pacto similar: si al cabo es inevitable, dedíquele tiempo a la oficina. Pero nunca, bajo ninguna circunstancia, abandone la calle, incluso si percibe en el ambiente la posibilidad de una paliza callejera.

Eso sí, hay que desplazarse por la calle habiéndose sacudido la oficina. Irse a la calle para sacudirse la oficina. Caso contrario, no tiene ningún sentido. Hay quienes se tatuaron la oficina en el cuerpo. La llevan a todas partes. Los he conocido caballeros, que me entregaron las llaves con tanta felicidad que estaba claro que celebraban la antesala de su libertad recuperada. Otros, en cambio, llegaron reclamando la oficina que siempre debió ser suya. Eran molde y pieza. Encajaban perfectamente.

Ay de los que encajan, de los que se sienten a sus anchas. En los casos más extremos, estos personajes me hacen recordar a Elías Lindzin, retratado con horror y fascinación por Primo Levi en “Si esto es un hombre”. Fascinación, porque Lindzin era un “sobreviviente”. Uno capaz de ser feliz, prosperar y triunfar en un lugar como el Lager. Horror, porque en el Lager sólo es capaz de sobrevivir quien se haya abandonado “a la demencia y a la bestialidad traicionera”.

A los muchachos de mi Caravana les repetí varias veces que no había que creerse el cuento de ministro. No para que me tuvieran como el mejor ministro, sino para que no se creyeran el cuento de la Caravana.

Al fin y al cabo, el secreto consiste en que, en el campo de juego, todos somos iguales: cualquiera puede batear una línea sobre la raya de tercera.

Una respuesta a “Crónicas oficinescas: Caimaneando”

  1. Es muy cierto todo lo que dices alli Reinaldo, la calle es la sensacion de estar vivo, comunicarte, mirar y disfrutar del trabajo, recreacion o como tu dices Caimaneando, y debiera de ser una Ley en todas partes salir con tu tren ejecutivo o compañeros de trabajo a realizar cualquier tipo de actividad pues todos somos iguales… pero lamentablemente existen esos tipo de personas que son marionetas de otros y por eso se creen los superdotados para asumir esos cargos, sin mirar las cagadas que han hecho en otros puestos, pero como ministro Reinaldo , pues para mi seguira siendo el ministro que reunion en un programacion sin muchos lujos ni extravagancia el sentir del pueblo con las diferentes Ferias de musica en sus distintos generos y ademas gracias por APOYAR A NUESTROS MUSICOS… DIOS LO BENDIGA…

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