Miedo a la democracia


Hubo un tiempo, no muy lejano, en que la todopoderosa maquinaria propagandista antichavista, hoy prácticamente intacta, se dedicó a emplear el miedo como arma que le permitiera aglutinar a su base social. 

El objetivo era reunir masa crítica suficiente como para poner en marcha, en las mejores condiciones posibles, los planes que debían conducir al derrocamiento del gobierno bolivariano.

Entonces, desplegó una encarnizada y sistemática campaña de criminalización del pueblo chavista, que no tiene parangón en nuestra historia. Nunca antes la mayoría de la población venezolana fue sometida de tal manera al escarnio y a la violencia (física y simbólica), al ultraje y a la demonización.

Cuando hablo de este miedo de elites no me refiero a la reacción irracional sin base cierta, que se atribuye a los débiles de carácter. Este miedo de elites es más bien expresión de la perspectiva real de pérdida progresiva de espacios de poder. Es el miedo de los que siempre fueron más fuertes, y en virtud de tal circunstancia llegaron a creerse invencibles.

Hasta que llegó Chávez.

Frente a Chávez, y al pueblo indomable que le acompaña desde entonces, la reacción, más que de miedo, fue de pavor puro y duro. Resultaba inconcebible imaginarse siquiera al pueblo movilizado en las calles, demandando y conquistando derechos, apropiándose de la renta que siempre usufructuaron otros. Frente a la democracia recobrada, lo que se manifestaba, de la manera más transparente, era el miedo de las elites a la democracia.

Como lo ha hecho históricamente, la oligarquía se valió de todos los medios posibles para hacer de su miedo el miedo de otros, y se lanzó a la conquista de la clase media, duramente golpeada durante la década infame de los noventa. Fue cuando se inventó aquello de la «sociedad civil» y se valió de prejuicios de raza y clase y atizó viejos resentimientos contra el pueblo «flojo» e «ignorante».

En retrospectiva, puede afirmarse que la oligarquía tuvo un éxito notable. No es nada despreciable el número de quienes han experimentado una mejoría sustancial de sus condiciones de vida durante estos años de revolución bolivariana, mejoría que guarda relación directa con política impulsadas por el gobierno nacional, y sin embargo se cuentan entre los más acérrimos adversarios de Chávez.

Pero con todo y sus aciertos, la política del miedo practicada por la oligarquía durante los primeros años de revolución no fue suficiente.

Derrotadas de manera sucesiva todas las tentativas de derrocamiento violento del gobierno bolivariano, la oligarquía debió reencauzar su estrategia. En ningún momento dejó de emplear el miedo como arma política, pero si al principio lo usó para aglutinar y movilizar a su base social, las cosas cambiaron luego de la derrota que sufriera en las presidenciales de 2006. A partir de entonces, comenzó a usarlo como arma para desmovilizar y desmoralizar a la base social de apoyo a la revolución, concentrando sus esfuerzos en la denuncia de la «mala gestión», mientras seguía invisibilizando, como todavía lo hace, la obra de gobierno.

El mejor ejemplo de cómo se emplea el miedo como arma para desmovilizar al pueblo chavista es el tratamiento absolutamente inescrupuloso que se hace del tema de la criminalidad.

No se trata sólo de la descarada explotación política del dolor de los familiares de las víctimas. Lo que plantean hoy en día los voceros más «calificados» del antichavismo va mucho más allá del amarillismo ramplón del que hace gala la «gran prensa»: señalan que la «inseguridad» forma parte de un diabólico plan concebido en Miraflores con fines de control social, para que la sociedad no reaccione y siga siendo presa del abatimiento y la resignación.

Este abuso del tema de la criminalidad, problema serio donde los haya, es una clara señal de impotencia política de la oligarquía: allí donde su sudor no fue suficiente para salir de Chávez, que sea relevado por la sangre de las víctimas. Es una manera horrenda de hacer política.

Es importante notar el desplazamiento que, en cuestión de unos pocos años, ha operado en la estrategia del antichavismo de elites: antes asimilaba al pueblo chavista con el crimen, el odio, la violencia, lo monstruoso. Hoy se trata de un gobierno criminal, violento, monstruoso y lleno de odio que no se ocupa siquiera del pueblo chavista. Se entiende: las elites saben perfectamente que sin el apoyo del pueblo chavista no irá jamás a ninguna parte.

Si se escucha con detenimiento, se notará que el discurso del ex gobernador Capriles está plagado de referencias al miedo. Por citar solo un ejemplo, el domingo 15 de julio, desde la Avenida Lecuna, en Caracas, empleó el vocablo al menos en diez oportunidades. «Nosotros no podemos vivir con miedo», dijo. Es el gobierno de Chávez el que induce la «resignación» del pueblo venezolano, dijo también.

El mensaje es claro: según la estrategia de campaña de la oligarquía, Chávez y el gobierno deben ser sinónimos de miedo y resignación. En consecuencia, ya basta de miedo y de resignación.

Insisto, la criminalidad es un problema serio donde los haya. Un problema que, seamos francos, el ex gobernador Capriles no hizo nada para resolver. Porque su problema es otro. Su problema, y el de la clase cuyos intereses encarna, es que le tiene miedo a la democracia. Le tienen pavor a un pueblo que ha perdido el miedo, que ha dejado atrás la resignación, y se ha dispuesto a hacer una revolución.

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