(Artículo escrito en julio de 2009, publicado en el número 7 de la revista Día-Crítica, que felizmente reaparece, luego de unos cuantos meses de ausencia).
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Gramsci escribía sobre los partidos políticos que, en el caso de algunos de ellos, «se comprueba la paradoja de que están perfectos y formados cuando ya no existen, o sea, cuando su existencia se ha hecho históricamente inútil». Explicaba: «como un partido no es sino una nomenclatura de clase, es evidente que para el partido que se propone anular la división de clases su perfección y cumplimiento consisten en haber dejado de existir porque no existen ya clases». En Venezuela, hacia finales de la década de los 80, fuimos testigos de un singular fenómeno con dos expresiones muy claras: por una parte, las agudas contradicciones de clase emergían bajo la forma de profundas convulsiones políticas y sociales; por la otra – y en estrecha relación con lo anterior – nos asaltaba la creciente sospecha de que los partidos – y no sólo los partidos del status quo – se habían hecho históricamente inútiles.
Mi generación, la que bordeaba la mayoría de edad en los últimos 80, la que no se reconocía en la herencia de la «Generación Boba», creció cantando, bailando y deseando fervientemente que todos «los políticos fueran paralíticos», y entonando canciones contra el sistema, como aquella que retrataba a la gente de los cerros que, cansada y hastiada, le devolvía a la ciudad «una sonrisa al revés». Entre otras, estas canciones fueron – siguen siendo – genuinas expresiones culturales de un cierto desencanto, de un cierto cinismo, pero sobre todo de una furia indomable que se parecía demasiado al furor total que finalmente se apoderó de las calles de casi toda Venezuela el 27 de Febrero de 1989.
Políticos paralíticos. Desorden Público.
El sistema. Sentimiento Muerto.
La casi unánime incomprensión de la que hizo gala el amplio espectro de los partidos políticos sobre la naturaleza de aquel acontecimiento iniciático, vino a confirmar nuestra sospecha de que los partidos eran, como nunca antes, definitivamente inútiles: los de la derecha, por supuesto, que no sólo condenaron la furia popular, sino que celebraron la brutal represión de Estado; pero también los de izquierda: que se sumaron a la condena de la «irracionalidad» popular. La paradoja es clara: los partidos daban cuenta de su inutilidad histórica en un episodio histórico clave, de profunda conflictividad política y social y, en suma, de clases.
Cualquier propagandista podría sentirse tentado a resumir en unas pocas líneas lo que ocurriría en los veinte años siguientes: el dilema del neoliberalismo durante la década de los 90, que mientras abría fuego contra los partidos tradicionales, era incapaz de granjearse una expresión política sólida, que resolviera a su favor la severa crisis hegemónica del sistema político venezolano; del otro lado, el irrefrenable ascenso del chavismo y su triunfo en 1998: luego, la hegemonía del chavismo y sus fuerzas aliadas, y su creciente control de los cargos de elección popular; finalmente, la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela.
Pero éste, que sería el final soñado de nuestro propagandista, suerte de «fin de la historia» revolucionario, no es sino la continuación de una historia que comenzó, al menos, hace veinte años. De lo que se desprende, en primer lugar, que toda construcción organizativa revolucionaria está en la obligación de reconocerse heredera de aquel legítimo furor anti-partido de finales de los 80, y que está en el origen del chavismo. En segundo lugar, es imperativo identificar y debatir ampliamente sobre las razones de ese mismo furor anti-partido: ¿la ausencia de democracia, y por tanto la exclusión política, en nombre de la democracia? En tercer lugar, revisar a cada paso – y rectificar oportunamente a cada paso en falso – la relación con otras formas de organización popular revolucionarias. Diríamos incluso: alentarlas, en lugar de pretender suplantarlas.
Tal vez sea necesario despejar algunas dudas: trazar la línea de continuidad entre el furor anti-partido de finales de los 80 y la tarea de construcción del partido revolucionario veinte años después, no desdice de la necesidad histórica de esta última. Todo lo contrario. Lo que señalamos es que esta tarea será en vano si procedemos como advertía Walter Benjamin que recomendaba Fustel de Colanges: «al historiador que quiera revivir una época que se quite de la cabeza todo lo que sabe del curso ulterior de la historia». Benjamin señalaba que el origen de este procedimiento estaba «en la apatía del corazón», en la que ciertos teólogos vieron «el origen profundo de la tristeza». «Historiadores historicistas», les llamó Benjamin, a los que oponía el rigor que debe hacer suyo el «materialista histórico»: «La naturaleza de esta tristeza se esclarece cuando se pregunta con quién empatiza el historiador historicista. La respuesta resulta inevitable: con el vencedor. Y quienes dominan en cada caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez. Por consiguiente, la empatía con el vencedor resulta en cada caso favorable para el dominador del momento. El materialista histórico tiene suficiente con esto. Todos aquellos que se hicieron de la victoria hasta nuestros días marchan en el cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo». ¿Cuál debe ser nuestra tarea? Benjamin responde: «cepillar la historia a contrapelo».
Subrayar, entonces, la importancia de trazar la línea de continuidad a la que nos hemos referido, para por no ceder frente a «la apatía del corazón» y cierta soberbia que nos puede conducir a creer que los furores de antaño justifican, de plano, todas las construcciones del presente, todos sus procedimientos. Porque puede suceder que en nombre de la necesidad histórica de construir un partido revolucionario, no hagamos más que domesticar y silenciar aquellos furores que siguen latentes. Resulta claro que, de incurrir en este procedimiento, estaremos ubicándonos del lado de los vencedores de siempre, cuando nuestra tarea continua siendo acompañar a los que fueron vencidos. «Cepillar la historia a contrapelo» no significa rendir homenaje oficial a nuestros muertos, sino mantener vivas las llamas de su herencia. De lo contrario, el partido revolucionario en construcción terminaría siendo, inevitablemente, un pertrecho históricamente inútil.
¿Qué tal Reinaldo?En la era de los políticos paralíticos ya yo rondaba los treinta. Percibí com tú el furor antipartido. Pero lo interpreto en forma distinta.A finales de los ochenta comenzó en el mundo una pausada pero inexorable revolución hacia la derecha. Reagan, Thatcher y otros desmanteleron el estado de bienestar (welfare state). Una idea central de esta revolución fue eliminar la intermediación política: destruir partidos y sindicatos y dejar el poder directamente en manos del gran capital.En nuestro periférico país esto se manifestó en un ataque feroz contra los partidos tradicionales. Aparecieron la sociedad civil, el grupo Roraima, el culto al neoliberalismo.En el segundo gobierno de CAP, la deidad neoliberal cobró su sacrificio en sangre. Pero el 27 de febrero rugió el espíritu venezolano: somos la tierra de María Lionza, el Negro Miguel y el Malandro Ismaelito.Después Chávez emergió del caos, en múltiples avatares cual Dios hindú. ¿Descenderá de nuevo a la confusión de la que nació?¿Construiremos todos un orden que nos haga país?Saludos
Qué tal Gustavo.Distinguiría el furor antipartido del antipartidismo neoliberal, aunque ciertamente estos coexistan y se confundan. Hay un antipartidismo popular y otro de elites. El primero es expresión de la constatación de que los partidos, todos, se han hecho históricamente inútiles, justo cuando la partidocracia ha entrado en una fase de decadencia irreversible. No por casualidad el 27F del 89 acontece en este contexto: anuncia la caducidad del pacto de elites. El antipartidismo de elites, por su parte, persigue la recomposición del pacto, pero proclama que los viejos partidos pasan a ser prescindibles.No hay que olvidar que ésta es la época del fin de la Unión Soviética. Eso que se viene abajo es, precisamente, un modelo de Estado/sociedad gobernado por el partido "marxista-leninista", en los términos en que lo concibieron Stalin y su camarilla.Existía entonces el convencimiento de que, si bien la vieja partidocracia funcionaba como un trasto inútil, en la "izquierda" partidista tradicional tampoco había nada que buscar. Nunca como a finales de los 80 esta "falsa dialéctica" quedó tan al descubierto, tan en evidencia. Fue entonces, como tú escribes, que "Chávez emergió del caos".